Hermandades - 16/08/2018
La procesión gana en público cada año y depara una jornada que traza las estampas más hermosas grababas en el álbum de la memoria alcalareña
LA CRÓNICA. La Virgen del Águila o la persistencia de la memoria
Autor:
Alberto Mallado
LA CRÓNICA. La Virgen del Águila o la persistencia de la memoria
Ocho siglos de fe y de historia no se borran fácilmente. Frente a la Alcalá que se descompone y pierde su identidad disuelta en el magma metropolitano, la Virgen del Águila pone la elegante destilación de una tradición delicada y hermosa que hace soñar con una ciudad que, tal vez nunca fue tan perfecta, pero que permanece intacta en la memoria colectiva como el ideal de una arcadia a la orilla del Guadaíra.

Quizás el espíritu alcalareño criado en la admiración a lo foráneo y la banalización de lo cercano necesite perspectiva para apreciar el tesoro de imágenes y momentos de esta jornada. Tal vez le bastaría que este día y esta procesión discurrieran por Rota o por Chipiona para que le llenara de emoción. Puede que todos debamos aprender de Borges a decir asombro donde otros dicen costumbre.

Porque visto sin el cristal de la costumbre hay estampas que son bellísimas. La Virgen por la explanada de su santuario acompasando su andar con el declinar de sol. Un incendio  de rojos y naranjas como telón de fondo, el contraluz de su figura trazado a la perfección en la última luz de la tarde. El sonido viejo de las campanas de su torre, el blanco de la fachada de la ojiva reluciente de sol, el tono dorado de las piedras de la muralla y la cabecera del templo, de un color que es tan bandera de Alcalá como la que ondea en lo alto del campanario.

Otro telón hermosísimo, otro asombro en la bajada de la cuesta. El río y San Roque a la altura de los ojos, un horizonte de pinos y una calle trazada en el aire para bajar del Castillo al pueblo. Frente a Villa San José, que tiene aire de casa buena de pueblo pagada con el dinero del campo, la estampa de la Virgen es la de la Patrona a la que se le ruega por la cosecha. Frente la Casa Ibarra, que tiene aire de casa buena pagada con el dinero de las primeras fábricas, la imagen es la de un pueblo cosmopolita y avanzado que hace un siglo levantaba palacetes de aire francés con sus tejados de pizarra y sus amplios ventanales.

Al llegar al Derribo el paseo de la Virgen tiene el fondo de sus piedras viejas y la anchura de la hermosa plaza, presidida en su centro, como hecho monumento, un pino que enseñorea el ámbito con frescura de bosque.

A la calle Herrero los vecinos y el grupo joven de la hermandad la habían transfigurado en un trozo de Cantillana o de Carrión para el paso de la procesión. Colgaduras, flores de papel, banderas, lemas y pétalos para la Virgen. Aire de día grande con el lenguaje  sencillo del pueblo. Por todo el recorrido eran más los adornos de este año. No ha sido poco el esfuerzo. Lo mejor es que el empuje lo han puesto los jóvenes y eso hace soñar con que crezca y se mantenga.

La Virgen avanza cumpliendo con sus citas, como la que tiene en las Clarisas. Se enseñorea de Alcalá en la calle de su nombre. Repleta de gente. Como también se divisaba al bajar el Derribo. Hace años que el público de este día está en cuarto  creciente. Es un gran triunfo para la ciudad. La victoria sobre la playa y el viaje que tanto agostan Alcalá ahora y durante todo el año. Es también una declaración de intenciones. Cada alcalareño que vuelve de la playa para este día o que espera que la Virgen se recoja para marcharse hace una profesión de fe en su patrona, pero también en la ciudad.

Vuelve por Alcalá y Orti acompañada de los más fieles y trenzando el lazo de la Alcalá más antigua para subir su cuesta en un alarde costalero y recogerse bajo un dosel de estrellas y un fondo de luces que recuerda la lección de la historia local que narra que fuimos despensa y guarda de la ciudad que deslumbró al mundo.

Pero esta Alcalá que hoy se nos ofrece hermosa, delicada, hecha pueblo tiene como casi todo en la ciudad, un lado oscuro. Si la belleza parece esconderse, la miseria se ofrece descarada. En el abandono de la cuesta del Águila que  luce ruinas donde hubo la elegante belleza de sus casas, en las puertas y ventanas tapiadas por el miedo o en el hiriente monumento a la dejadez en que se ha convertido la antigua comisaría del Derribo, donde es tanta la desidia que se ha dejado crecer una higuera en la fachada hasta adquirir proporciones selváticas.

Frente a todo ello, atravesando el público que la espera, enfrentando su silueta a nuestras miserias, ofreciéndose como altar para las bóvedas de papelillos y pétalos o componiendo juegos de luces y horizontes, el paso de la Virgen pone una cinta de plata y azul, un olor a nardos y una belleza antigua, esencial y dulce en su rostro que pasa, reviviendo un pueblo, triunfante de siglos.

 

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