Opinión - 08/08/2017
Recuperamos el artículo de opinión de Antonio García Calderón por la actualidad del lugar al que hace referencia: uno de los bares más conocidos de la ciudad.
"El pilar y los espejos". Antonio García Calderón
Autor:
Antonio García Calderón
Antonio García Calderón escribía hace dos años un artículo en el que hacía una descripción del bar Baltanás. Lo recuperamos ahora que en este conocido bar, se realizan actualmente obras de reforma que le darán una nueva fisonomía. ¿Qué será del pilar y los espejos a los que se refiere el articulista? En septiembre, lo sabremos.

El pilar

La mayoría de las veces pasan desapercibidos. No son fáciles de identificar. Si su sección es mayor que el muro que lo aloja, nos muestra una arista, una esquina, un tacón; aunque también el saliente pudiera ser quizá el paso de un bajante, o de un conducto de ventilación, o cualquier otro tipo de instalación. Otras ocasiones son más exhibicionistas, se muestran exentos, formando parte de un pórtico, o de un vulgar porche, o plantados como un bosque de fustes en el aparcamiento de cualquier centro comercial. Todos quietos, firmes, en tensión, a compresión, soportando su carga sin rechistar. Deberíamos darles las gracias, saludarlos al pasar, acariciarlos con la mano si es posible. Depositamos en ellos nuestra confianza, nos fiamos de ellos, de que serán capaces de aguantar lo que llevan encima. ¿Se han parado a pensarlo? Mejor no. Y sin molestar, ubicados casi siempre de la forma más conveniente. En una esquina, trabados con los cerramientos y tabiques, evitando dejarlos en medio de cualquier estancia,  en un lugar que dificulte el amueblamiento, la visibilidad o el paso. Ordenados, bien ordenados. En su sitio.

Pero hay uno, uno que les será familiar, que está perfectamente colocado en el peor de los sitios posibles. El pilar en cuestión es el tótem de nuestra tribu, al que en peregrinación acudimos a beber el agua de fuego y al que acompañamos a los forasteros para que le rindan tributo y presenten sus respetos al llegar al poblado. Custodiado por una guardia que danza a su alrededor, giran con una coreografía singular, sin orden, contemporánea y eficaz; orgullosos de ser los veladores de este templo colectivo, hablan en una jerga particular,  un dialecto acuñado por una anécdota que se hizo costumbre. Sobre la columna, un reloj marca el paso, nos pone en hora, nos acompasa y sincroniza. Más abajo, el retrato de los guardianes, la alineación oficial, el más reciente dream team. Y alrededor en ristre, una combinación de los números del deseo y la suerte de todos los clanes de la tribu: una plegaria en forma de décimo de lotería.

 

Los espejos.

En la pared opuesta, una discontinuidad de espejos duplica el espacio. No conviene mirarse en ellos, no vaya a ser que te veas. Una rotulación de propaganda disuade de hacerlo. Estos espejos tienen memoria. Al otro lado del azogue nos han copiado en una vida paralela. Allí están todos, los que aún viven a este lado del reflejo y los que no. No los vemos, pero por allí andan. Cuando les damos la espalda apoyados en la barra, aprovechan para salir a mirarnos por estas ventanas y ver cómo nos va.  La misma danza, el mismo ritual se celebra al otro lado. Son otros los guardianes los que custodian el pilar gemelo, otros los parroquianos a los que el reloj ya no les mete prisa, y en los décimos no hay más premio que el reintegro de un bucle infinito.

El día que me vaya definitivamente al otro lado del espejo, que me rocíen con ligaito de Baltanás y que me pongan para el camino un betis calentito con una pringá de viaje.

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