Una vez, se emocionó. Lo sé no porque estuviera allí, sino porque la noticia llegó hasta Alcalá envuelta en el aire de las grandes exclusivas. Aquella mañana, una mujer se paró en la acera y se lo comentó a su vecina, pariente cercana de Ricardo: “¿Te has enterado?”. Y en la barra de Baltanás, desde las seis de la mañana, ya no se hablaba de otra cosa, tanto que no habría amanecido aún cuando los camareros ya eran capaces de recitar de memoria lo ocurrido con Ricardo Pineda un día antes, al cabo de un partido de fútbol en Mairena del Alcor. La anécdota circulaba de boca en boca y todo el mundo la retenía porque, si se paran a pensar un momento, resulta que la peculiaridad del carácter de Ricardo Pineda Rodríguez radica en un hecho tan singular como que cada una de las personas que lo conoce es capaz de mencionar una anécdota de él. No ocurre con todas las personas, pero sí con Ricardo. Anécdotas divertidas, tozudas, cariñosas, amables, tozudas, entrañables, arriesgadas, tozudas, solidarias, pasionales, tozudas… ¿He dicho tozudas? Bueno, si es cierto lo anterior, que la singularidad de Ricardo se refleja en el hecho de que cada persona que lo conoce tiene una anécdota de él, no habrá que explicar por qué se repite la palabra ‘tozuda’.
Cuando yo lo conocí, me pareció uno de esos ogros gigantes que aparecen en las películas, tan alto como ancho, rematado por una barba negra. Yo estaría en cuclillas, mirando hacia arriba, mientras jugaba en uno de los paraísos de mi infancia, Los Cercadillos de María Auxiliadora, una finca de naranjos y cosechas de temporada, maíz, trigo o melones, a la que mi padre, Antonio Caraballo, me llevaba para que jugara mientras él atendía las labores del campo. En un camino de albero, antes de llegar a la puerta principal de aquel cortijo, había una fuente de agua de pozo que casi siempre estaba manando. Estaba rodeada de un huerto de yerbabuena que, cuando se empapaba, dejaba escapar un hilo de agua que se convertía en un río caudaloso a mi paso, a lo largo del camino del albero en el que yo me pasaba las horas, en cuclillas, jugando con un barquito de papel, ejércitos de indígenas, que eran hormigas, dragones y animales prehistóricos, porque no otra cosa eran los lagartos y los escarabajos. Como en aquella canción de Serrat, “barquito de papel, sin nombre, sin patrón y sin bandera”.
Viéndome allí, mi padre debió decidir un día sacarme de la infancia de un empujón, porque corría el peligro de no hacerme adolescente jamás. Y fue entonces cuando conocí a Ricardo Pineda. Cuando miré hacia arriba, lo que vi fue un gigante, gordo y barbudo, de ahí la extrañeza de que mi padre y sus amigos lo llamasen “Ricardín” o “Riscardín”, en una de esas curiosas e inexplicables construcciones del habla andaluza. Pero, ¿cómo se podía utilizar el diminutivo en una persona como él? ¿No sería más lógico Ricardón?” Le llamaban Ricardín, o Riscardín, pero no por las medidas de su cuerpo, sino de su corazón. Un corazón joven, porque Ricardo era mucho más joven que la pandilla de amigos de mi padre, a la que se había unido, y, sobre todo, un corazón grande, generoso; un corazón amigo. “Vete con Ricardín y le ayudas a hacer la paella”, me dijo mi padre. Me levanté de mi mundo de aventuras en un camino de albero y me fui tras él, a pelar cebollas, ajos y pimientos, a lavar rábanos y cortar lechugas.
En aquella época, finales de los años 70, Ricardo Pineda era el centro de gravitación de la reunión extradeportiva más importante que existía en Sevilla. El Club Deportivo Alcalá mantenía entonces una gran relación con el Sevilla Fútbol Club, como una prolongación de la cantera sevillista, y cada semana se reunían en Los Cercadillos algunos de los jugadores más importantes, además del entrenador, otros miembros del equipo técnico y varios periodistas deportivos. Ricardo los recibía a todos con su campechanía abrupta, una paella enorme y un par de cajas de dulces de San Joaquín. La fórmula mágica que convirtió aquellos encuentros en citas legendarias, que todavía recuerdan muchos. Y seguro que cada uno de los que participó en aquellas comidas de Los Cercadillos es capaz de mencionar una anécdota de Ricardo, una anécdota con Ricardo. Yo mismo tengo la imagen grabada, imborrable, de la mañana de sol en la que Riscardín, acalorado, sudando hasta por los poros de la camisa, cogió una botella de litro de cerveza, helada, se la empinó y se la bebió a gañote, sorbo a sorbo, hasta no quedar ni una sola gota. Estoy convencido de que nadie en el mundo es capaz de una heroicidad así sin que se le achicharre el gaznate con el gas carbónico de la cerveza. Una heroicidad reservada sólo para los elegidos.
De las comidas de Los Cercadillos, Ricardo se expande como hostelero y aglutinador de grupos de nuevos amigos. En la Feria de Alcalá, aún en el histórico recinto del Castillo, montan la caseta ‘Los 17 y Uno Más’, con Francisco Bono, Antonio Caraballo, Francisco Hermosín ‘Quisqui’, José Luis Ferga, Juan Manuel del Trigo, Luis Regateiro y su hermano Leonardo Pineda, entre otros. También en la Feria de Sevilla, sobre todo en ‘Los Flotantes’, la caseta de Persán, la fábrica en la que trabajaba. La cuadrilla de camareros de aquellas ferias hablan, con evidente exageración, de un “equipo de leyenda”. Ojo a la alineación: Antonio ‘Malalengua’, Pepe Vargas, Alejandro Téllez, José María Gómez ‘May’, Paco ‘Ponny’, el del Pussy Cat, Paco Téllez, Antoñito ‘el loco’ y de guarda Falini ‘el Pata’. Ya sé, todo el mundo se preguntará lo mismo, lo que ya se preguntaban antes, lo que se preguntaba mi abuelo Antonio. “¿El Pata de guarda? ¿Y al guarda, quién lo guarda?” Evidentemente, nadie. Tarea imposible.
Como queda dicho, de todos los que se reunían en Los Cercadillos, y en el entorno del Club Deportivo Alcalá, Ricardo era quizá el más joven. Ricardo llegó a aquella reunión a través de Trofeo Francisco Bono, como tantos otros, y ya se quedó para siempre. De sus dos vocaciones juveniles, el toreo y el fútbol, ha sido en el fútbol donde ha llegado más lejos. El toreo se quedó en el Barrio del Pocaceite, donde se siempre ha vivido Ricardo, la barriada de casas de obreros y gente humilde que se había construido al lado de la plaza de toros. En el fútbol ha sido entrenador, manager, directivo y siempre aficionado fiel de los escalafones inferiores. Un aficionado sin descanso. Gracias a su devoción por el fútbol modesto, a raíz de los equipos que formaba para el Trofeo Francisco Bono, nació una amistad que llega hasta nuestros días, con su “ojito derecho”, su fiel amigo Eloy Villalba, al que también sigue su buen amigo Javi Sanabria. Y entre los dos, mi hermano Rogelio Caraballo y Ramón Vázquez, del que se convirtió en acompañante fiel en muchos de los desplazamientos que le encomendaban en el área técnica del Sevilla. En fin, que tanta ha sido la pasión derrochada por Ricardo en el fútbol alcalareño que un día se empeñó en que escribiésemos el libro del Club Deportivo Alcalá y ahí está, la única obra que recoge los orígenes del equipo. En un pueblo tan desaprensivo con su propia memoria, como Alcalá de Guadaíra, ése ha sido uno de los mayores méritos de Ricardo Pineda.
Pero si lo hizo, si se empeñó en escribirlo, fue sólo porque Ricardo Pineda quería saldar la deuda que este pueblo tiene con muchos de los hombres que construyeron, con enorme esfuerzo, el Club Deportivo Alcalá, y cabía el riesgo de que se perdiera su recuerdo. Es el corazón grande de Ricardo Pineda Rodríguez. Tan grande que lo disimulaba con su tozudez, la parte visible de su carácter. Hasta aquél día en el que todo quedó al descubierto cuando llegó a Alcalá una noticia envuelta en la expectación de las grandes exclusivas: “Ricardo Pineda se ha emocionado”, decían. Y era cierto, fue así. Un día antes, en un homenaje al terminar un partido de fútbol en Mairena del Alcor, le pusieron una distinción por su apoyo al fútbol modesto y lo obligaron a que diera unas palabras. Ricardo Pineda se negaba a hablar, pero no tuvo más remedio. De repente, se vio delante del micrófono, con el público expectante por lo que pudiera decir. Ricardo se acercó al micrófono y compuso el discurso más corto y más efectivo de la historia: “Estos maricones me han emocionado”, dijo y abandonó al atril. Todo el mundo abajo comenzó a aplaudir. Acababan de asistir al día en el que se emocionó Ricardín. O Riscardín, porque lo que lo ha definido siempre ha sido su enorme corazón.
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