Opinión - 08/08/2012
Asiático II. Paco Pérez
Autor:
Francisco Pérez Caballero

Cuando me fui de Alcalá todavía no tenía tilde Guadaíra y se pronunciaba muy graciosa, GuaDAira. Nadie lo hacía en realidad, supongo que por eso lo cambiaron. Eso fue en Abril del 92, justo antes de que comenzara la Expo. Me subí en un autobús en el Prado y me marché a Castellón.

Los años precedentes me los pasé en el atasco diario de las obras de la A-92 junto con mis compañeros de la facultad, jugando a las cartas o al Trivial en el capó del coche.

Muchos años después, en el 2006, me volví a marchar, esta vez desde Sevilla a Dhaka, capital de Bangladesh. Tuve que buscarlo en el mapa porque no sabía dónde estaba exactamente. De Sevilla a Dhaka es más o menos como de Alcalá a Almería cambiando de coche en Antequera, pero en vez de cuatrocientos kilómetros son diez mil y hay que cambiar de avión en Doha, capital de Catar.

Hay otros mundos, pero están en éste. De acuerdo, pero Bangladesh es DE VERDAD otro mundo.

Cuando el avión está sobrevolando Dhaka y miras por la ventanilla, solo se ve verde y agua, hay que esforzarse para encontrar signos de civilización desde el aire.

Al salir al aeropuerto ya lo notas, estás en otro planeta. La gente te mira mucho, eres muy extraño, alto, blanco, con ropa conjuntada. Siempre, casi siempre, hace mucho calor y el país huele como los armarios de los sótanos que llevan mucho tiempo cerrados. Ese olor a humedad, después de tantos años viviendo allí, ya forma parte de mí y me pone los vellos de punta igual que cuando llevo mucho tiempo fuera de Alcalá y vuelvo una mañana muy temprano, recién amanecido, y paso por delante del "Baltaná" y me llega el olor de un "beti" y de las "tostás". Es "iguás".

El aeropuerto de Dhaka está vallado y la gente, cientos, se agolpa y se sube a las rejas para observar a los pasajeros que salen. Eso es impresionante. Salir a la puerta del aeropuerto y ver tantísima gente junta detrás de las vallas.

A partir de ese instante empieza una experiencia inolvidable. Aquello es un desastre lo mires por donde lo mires. Las chapas de los coches y de los autobuses están destrozadas y pintadas y repintadas con pinturas plásticas en vez de lacas, lo que les da un aspecto de muebles viejos reparados. Nada funciona a la primera en Bangladesh, hay más gente que viviendas, literalmente, más coches de los que soportan las pocas carreteras. Ciento ochenta millones de personas viviendo en un territorio equivalente al comprendido entre Granada – Madrid – Valencia – Almería, la cuarta parte de España y ciento ochenta millones allí. Como Semana Santa todo el año, pero sin procesiones. No hay suficiente centrales eléctricas para abastecer la demanda del país, con lo cual, en verano, se va la luz ocho horas al día. Real.

Y a pesar de todo eso, mi mujer y yo añoramos los años que hemos vivido allí, ahora que vivimos en China, porque allí no hay de nada, lo único que hay es gente. Gente con corazón infantil. La risa y la mirada de los bangladeshis, a pesar de todos los males, se te queda dentro. Se contagia.

Cuando llegamos a la casa en la que íbamos a vivir, después de perdernos, de no encontrarnos, de no saber, de no hablar, de reír en medio de todo lo que no funciona, soltamos las maletas y, sin abrirlas, nos echamos a dormir todo el cansancio de un viaje de treinta horas. Dormir hasta que a las cinco de la mañana entra por la ventana el canto desde la mezquita Azad de Gulshan y nos recuerda que estamos en otro planeta.

 

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