Opinión - 25/01/2016
"Asiático XXVIII" Paco Pérez
Autor:
Francisco Pérez Caballero

Normalmente es el olfato el que te hace recordar lo que ya creías que ni recordabas. Se suele decir, el olfato es el sentido más evocador. Sin embargo a mí hoy me ha pasado con una foto.

Es la foto de un rickshawala que ya publiqué en el Asiático XIX. En esa foto hay un trozo de alambrada a través de la cual se ven unos árboles. Esa alambrada ha sido un trozo de mi barrio durante cinco intensos años, y esos árboles son de mango.

En Dhaka hace calor todo el año y siempre hay polvo de tierra en el aire y ruido de tráfico incesante. Yo he mirado esas alambradas, viéndolas o sin verlas, miles de veces, sentado en un rickshaw, esperando a movernos en medio del atasco perenne en el que vive la ciudad. Agarrado a las tablillas laterales que sujetan la capota para no salir volando en los frenazos.

Viendo los árboles me acuerdo de los cuervos, grandes, inteligentes y gritones. Siempre organizados como bandas callejeras, pendientes de los carritos de la basura. A veces alguno de ellos se despistaba e iba a posarse en un transformador eléctrico, las calles de Dhaka están atestadas de cableado lanzado uno sobre otro, según la necesidad los ha ido poniendo allí, y entonces el cuervo estallaba con un petardazo enorme. Fogonazo, olor a chamusquina y del cuervo no quedaban ni las plumas, se desintegraba. Todos los cuervos se ponían a graznar como locos durante unos minutos ¡veis, veis lo que le ha pasado a ése!, parece que se decían.

Yo he estado mirando esa alambrada bajo el monzón ya instalado en julio o agosto, donde llueve todo el día, todos los días, ininterrumpidamente, para bajar a continuación del rickshaw y chapotear con las sandalias por los charcos como lagos de agua limpia. En verano no sabes si estás mojado de sudor o de la lluvia.

Esas alambradas las he mirado a través del escaparate de alguna de las tiendas de ropa de Gulshan, el barrio diplomático donde vivía yo. Tiendas occidentalizadas para atraer a los clientes extranjeros del barrio, pero inevitablemente banglas en detalles imposibles de esconder, dieciocho o veinte interruptores de la luz todos juntos en la pared para apagar las luces bombilla a bombilla, la espiral antimosquitos con la punta incandescente, ardiendo lentamente como incienso en la entrada del establecimiento, ¡mmmm, ese olor!....

Bajo esas alambradas hay kilómetros de muros donde los bangladeshis pegan las páginas sueltas de los periódicos para que todos puedan leerlos. Con letras como estas:

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(parol na bangladesh olimpik dol) (el equipo olímpico de Bangladesh no pudo)

Todas las letras, excepto unas pocas, llevan esa línea horizontal arriba que las une en un continuo, es el matra. Delante de esos muros siempre hay decenas de hombres leyendo. Un amigo me dijo una vez que los gays se meten mano mientras están ahí, aprovechando la quietud y la multitud. Nunca pude comprobarlo, la verdad.

De pronto he dejado de mirar la foto, la tengo enmarcada en la oficina a tamaño A2, y me he dado cuenta de lo mucho que echo de menos vivir en Bangladesh.

 

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