Opinión - 22/10/2012
"La ruta del chupete". Álvaro Plaza.
Autor:
Álvaro Plaza

Uno alcanza a tener una edad donde los amigos y allegados no les da por otra cosa que por traer niños al mundo.

Los bebes, cuando pasas de los treinta, son una plaga, a todo el mundo les da por tenerlos. Y en esas que tienes que planificar las vacaciones teniendo en cuenta también a esos que están empezando a poblar este mundo.

Así que me tomé un par de semanas libres y dejé la intermitente nublada Londres presto a iniciar la ruta del chupete.

La primera parada me llevó a un bautizo en Copenhague oficiado por un cura mujer (no creo que la palabra sacerdotisa suene muy cristiana) y tras contemplar como el invierno se adelanta en la capital de Dinamarca, la aerolínea más odiada del mundo me acercó a los treinta grados que aún azotaban mi tierra. Ya en Alcalá conocí a un nutrido grupo de nuevos vecinos, la mayoría de ellos incapaces de controlar sus esfínteres, y menos aún dotados con el privilegio del habla.

Así que en un lapsus de quince días pude comprobar las diferencias entre los denodados padres británicos, daneses y alcalareños.

Aquí, en Londres, donde resido y trabajo, los niños crecen superprotegidos, el mal tiempo y el hecho de vivir en un urbe con millones de habitantes casi fuerza a los progenitores a realizar una educación indoor, osea, de puertas a dentro. Además la estructura familiar es débil, los abuelos quizás sean de otro país y o vivan lejos, tu círculo de amigos es más que probable que estén a una hora de distancia en metro. Los pequeños suelen ser caprichosos y llorones y el privilegio de la libertad sólo lo prueban cuando sale un poco el sol y se los llevan al parque para que por allí correteen, osea, tres veces al año. Eso sí, parece ser que cuando crecen un poco, el abanico de actividades que esta ciudad ofrece a los pequeños es aún mayor que el infinito.

Luego están los daneses. Eso que vas por la calle y ves siete carritos fuera de una cafetería y cuando flanqueas la puerta para tomarte un doble expreso te sorprende ver a los bebés allí fuera durmiendo mientras los papis están dentro hablando enorgullecidos de la designación de “Noma” como mejor restaurante del mundo. Y casos como la guardería que no admite más niños porque ya no tiene sitio fuera para que duerman la siesta, cuando lo que un primer latigazo de sentido común te diría que el problema sería justo el contrario. Allí a los críos se les inculca la independencia desde el minuto cero, tanto así que el vástago al que fui a ver como le bautizaba un cura mujer era capaz, ya desde los seis meses, de tomar el biberón sólo.

Y luego estamos nosotros los del sur, donde lo primordial es la calle y el compadreo. Donde aún disfrutamos o padecemos una estructura familiar fuerte, donde los abuelos, tíos, hermanas y hermanos y vecinos todavía tienen mucho que decir en la crianza y educación de los niños. Es una especie de educación de clan, donde los críos, gracias al buen tiempo y al sol que todo lo calienta, pasan mucho tiempo entre iguales desde muy pequeños. En gran medida la socialización se la fabrican entre ellos, a base de tirarse de los pelos, ponerse zancadillas, tirarse piedras y correr a ver quién llega más rápido.

Tres modos distintos de hacer que los pequeños se hagan hombres algún día; sujetos a las características, condiciones y medios de cada latitud. Y por supuesto esto no son más que leves observaciones, esbozos o impresiones personales de un tipo que pasó unos quince días entre chupetes; y a los que la peña no deja de preguntar cuando va él a traer uno al mundo. Supongo que son cosas de los treinta años.

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