Opinión - 08/11/2012
"Alquilar películas pudo ser una inversión". Álvaro Plaza
Autor:
Álvaro Plaza

Uno de los recuerdos que atesoro con más cariño de mi niñez fue la llegada del primer video VHS, era un Panasonic en cuyo mando a distancia venía incorporado un láser lector de código de barras para programar grabaciones que jamás llegamos a utilizar.  No recuerdo bien si fueron unas navidades, un cumpleaños o simplemente por que sí. Y con el aterrizaje del electrodoméstico vinieron parejas mis expediciones al VideoStar, que por aquel entonces tenía sus puertas en la Plaza de la Almazara. Ya desde muy temprana edad la magia del cine me había hechizado, pero el video trajo el cine a casa, y eso fue la ostia.

El video se fue popularizando y abrieron otro VideoStar en el Paraíso, en vez de amarillo naranja, y por motivos logísticos empecé a transitar éste hasta casi que lo cerraron. Y no sólo alquilaba películas, sino que las grababa. Luego en la Universidad me plegué a los cantos de sirena que el Videoclub el Águila me lanzaba desde la calle Silos y consumí mi infidelidad cuando me hice asiduo a rentar películas independientes o rarezas que nunca podía encontrar en el videoclub que hasta entonces había colmado mis necesidades.

Luego vinieron los DVD, internet, y en definitiva, la media vida que me he pasado viendo películas y últimamente series de televisión, donde parece ser que ahora brota el verdadero talento (echarle sino un vistazo a la serie “The Wire”, para mi la mejor, sin duda, de la historia). Había viernes que a pesar del botellón en el Callejón del Huerto o del casi siempre vano intento de colarle un beso a alguna chica, el momento más emocionante acontecía en la recogida, cuando el salón de mi casa era para mí sólo con las dos o tres películas que había alquilado dispuestas a ser devoradas hasta las tantas de la mañana.

Luego vine a Londres y desde que puse mi primer pie me las he visto y deseado con el inglés.

Y esos recuerdos de mi niñez ligados al alquiler de películas en mi pueblo y esta última afirmación están más relacionadas de lo que en un principio podría parecer.

Y el doblaje, el maldito doblaje, es la respuesta.

No digo yo que el doblaje pueda en ciertos casos mejorar una película, rarezas hay las en todos lados, pero en la mayoría de los casos lo que hace es pervertir el original. Y si no observemos el caso de la película “On the Waterfront” de Elia Kazan, que aquí titulamos “La ley del Silencio” (el  empeño de cambiar los títulos sería objeto de otro artículo entero, porque “On the Waterfront” suena a algo así como “En los muelles”) que va de un joven boxeador algo palurdo atormentado por el conflicto de delatar a su jefe mafioso y hacer justicia aún a pesar de convertirse en un chivato. Hay un momento clave del film donde Marlon Brando, que interpreta al púgil metido a matón, suelta un soliloquio que en la versión doblada suena majestuoso y cargado de sabiduría, como si el tipo hubiera alcanzado una lucidez incorruptible, todo debido a que el actor de doblaje, Francisco Arenzana, de dicción perfecta, poseía un tipo de voz rasgada, sensual, como si la alimentara de whisky, sonaba a un viejo piano de notas cálidas. En la versión original Brando, voz joven y en inglés, dice el mismo discurso, pero titubea, vacila, se trastabilla, parece no saber qué esta bien o qué esta mal. Si ves la versión doblada lo tienes claro -¡Joder, cojones, ya sabes lo que tienes que hacer Brando, justicia, delátalos, qué razón tienes!- ante la versión original la duda te corroe, no sabrías cómo actuar, conmovido ante la magistral interpretación que Brando está ejecutando de un pobre diablo casi analfabeto enfrentado a un dilema que le está reventando el alma.

El doblaje, pues, puede cambiar el sentido de toda una película. Pero fuera aparte estas tragedias, llamémoslas artísticas, producto de la absurda manía de doblar, la falsificación del doblaje se cobra otra víctima.

Y esa víctima fui yo. Sois ustedes.

Porque aunque yo sea de oído duro, y me las hubiera visto y deseado con el inglés de todas formas, la lucha habría sido mucho más llevadera y habría ganado tempranas batallas si mis maletas además de los calzoncillos, los calcetines, el jamón y el diccionario hubieran estado abarrotadas con esas miles y miles de horas de ingles que la industria del doblaje me robó desde que era un niño y me gastaba la paga alquilando películas en el VideoStar para disfrutar de mi primer video Panasonic. Miles y miles de horas, que desde cierto punto de vista, habrían sido una inversión.

Y ahora que estamos en la era del recorte y hay que tirar de ingenio y talento, yo le pido a los que manejan los asuntos, a los políticos, que maten dos pájaros de un tiro. Que se carguen la industria del doblaje de una vez por todas, que saquen una ley express, ahorrarán y a la vez permitirán a todo un país se familiarice de una forma natural, sencilla y entretenida con el idioma que maneja este mundo. Y qué mejor riqueza para todo un país que gran parte de su ciudadanía supiera defenderse en otra lengua. Y dado que he dejado de creer que los políticos hagan de verdad cosas útiles, os lo pido a ustedes, pónganse los subtítulos cojones, tardarán sólo un par de películas en acostumbrarse.

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