No hacía falta onomástica. No era necesario guardarle una fecha para hacerle honores porque siempre ha sido él, él solo, el que ha honrado el día cada mañana con su presencia.
No es menester su orla porque lo suyo fue siempre un hacerse oculto y callado, un amasarse interior cuando nadie lo veía, un cocerse lento a esas horas en que duermen en lo más profundo las vanidades.
No hacía falta efeméride y sin embargo: ¡Felicidades!
Felicidades, pero a la segunda persona del plural; felicidades a los que le habéis hecho un hueco en un calendario desbocado, un calendario donde los santos ya ni se ven, sepultados bajo la pila de cuentos insustanciales que envuelven la actualidad; los días mundiales de buenos y malos rollitos con forma de lazo, universales reivindicaciones que se quedan en una cursilería de colorines y formas.
Felicidades a vosotros, y solo a vosotros que venís trabajando como al homenajeado le gusta, como siempre lo ha visto hacer sobre sí mismo desde el principio de los tiempos. A vosotros, felicidades, y ni siquiera al laureado, porque él no necesita medallas y nunca le ha hecho fiestas al halago; lo suyo es lo íntimo y la rueda constante, la labor diaria sin falta ni gloria.
Vamos a decirlo de una vez: al pan nuestro, a nuestro pan de cada día, no le hacen falta coronas; como no le hacen falta al sol, al agua, a la noche o al vino. Estamos hablando de pan, y de que ya tiene su “día mundial”, aunque no necesite otra cosa que su pequeño espacio de siempre. No hay nada con más sustancia, y lo que tiene sustancia es en sí mismo, es un todo y, por si fuera poco, se come y alimenta y protege.
Lo que nuestro pan necesita son manos que lo amasen en la madrugada como lo han hecho siempre mientras dormían fieles y gentiles. Y necesita hornos que lo doren y ayuden a calentar la noche fría del panadero. Y voces de aguardiente que exhalen sus vapores con los cantes de la amanecida. Y niños yendo a por él cada mañana con la talega de tela. Y sencillas despensas donde conservarlo e ir tirando de su miga a cada rato y hasta la cena. Es sólo esto lo que le hace falta, un poco de lo de siempre. Y le sobra todo lo que de insustancial y vacío tiene lo novísimo: todo el aire y la mala masa de ese falso pan de factoría que no merece ni el nombre.
No necesita el pan, nuestro pan, nada más que su trabajo. Y éste es el vuestro, el de todos los que habéis recuperado su marca para que nunca falte en el almanaque —preciosa fecha, por cierto, la de mediados de octubre, justo entre la HisPANnidad del Pilar y San Calixto— aun sabiendo que no es el pan el que necesita su día, sino el día el que necesita su pan.
Sigamos, pues, dando gracias por nuestro sagrado alimento devolviéndolo a la mesa con un beso cuando lo dejen caer y no olvidemos nuestra plegaria: El pan de Alcalá nuestro de cada día dánosle (así con su leísmo antiguo y todo) hoy y siempre.
Porque no habrá día mientras no se haga presente el pan de Alcalá. Amén.
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