A los rendidos a Sus Plantas
y a todos los niños,
este villancico.
-0-
Viene la luna menguando
y sin embargo una Estrella
pinta la noche más clara
y anuncia una Buena Nueva.
Es cuando hiberna la vida
bajo el cristal de la helada,
en estas noches más blancas
en que la tierra se enfría
y en el cielo se disparan
fulgores de parafina,
cuando los pastores bajan
sobre sus pasos, sin prisa,
para cantar a los hombres:
que esa Estrella,
que hace más clara la noche,
anuncia una Buena Nueva.
Esa luz tan propagada
que la oscuridad disuelve
y en Oriente se estremece
ha de curarnos el alma:
engendrada en el amor
va a abrigarnos de esperanza
como un aliento de sol
sobre la aurora nevada.
Esta luz que no se apaga,
y vaga por los alcores,
revive con en el folclore
una fe sacrificada
que hoy le canta a un Niño Pobre
con tambores y sonajas.
Esta luz multiplicada
en la fe de mis mayores
alumbra, calienta y sana,
y espera que alguien pregone:
¡Que esa Estrella,
que hace más clara la noche,
anuncia la Buena Nueva.
Sr. Director de esta Casa, don Juan Francisco Rubio, queridas Majestades de Oriente, Estrella de la Ilusión, Sr. Director de Centro, Sra. Presidenta de la Asociación de Madres y Padres, Familia Salesiana, amigos, queridos todos:
No hay mayor alegría que volver a casa y encontrarla ocupada por los tuyos. Gracias por acompañarme y acogerme de nuevo en vuestro hogar, por darle espacio en la Navidad a esta voz agradecida y por devolverme, por un ratito, a mi pequeña y más dulce patria.
Querido tío José María:
Gracias por cada una de tus palabras. Déjame que hoy haga mía esa expresión que hacía extensible tu hija Paula hace poco en Santa Ana: ¡Te debemos tanto…! A ti unos versos de Luis Alberto de Cuenca en los que te encuentro cada vez que los pienso:
Feliz quien, al amparo de la fe,
escribe poesía desde el júbilo,
el drama, la alabanza y el sentido.
Como comprenderéis, uno no puede evitar cierta congoja cuando quien le precede en el atril es quien es; más de uno —si no todos— estará pensando ahora que se podría haber quedado pregonando aquí arriba mi presentador, ¿verdad? Yo también. Aun así, humildemente, recojo el testigo ilusionado y confío en vuestra condescendencia.
Los días sin presagios
Ha pasado mucho tiempo. Hace más de 25 años que un buen grupo de amigos, alumnos de los 80, nos despedimos de aquellos amaneceres azules de los días sin presagios. Un cuarto de siglo ya sin recorrer diariamente aquel caminoque nos llevaba a nuestra singular Arcadia. Cada mañana pisábamos las mismas calles aprendidas de memoria en una peregrinación, a veces, tranquila, otras, bulliciosa, hasta saltar al escenario de todas las representaciones. Cada día una función entre los muros de nuestro particular teatro mundo, nuestro Colegio del Águila.
Allí, la vida se alimentaba de luz y crecía sobre un sol de albero en el que orbitaban balones como planetas.
La bitácora de nuestra infancia se escribía dentro, entre los viejos muros de Ladrillos y los zócalos de antiguos azulejos; fuera, quedaba toda la vida de los mayores, incomprensible y ajena para los que aún vivíamos libres del tiempo y perseguíamos una victoria cada mañana y cada noche un sueño. La verdad se conocía intramuros:
La vida iba despacio, los días se alargaban y se sucedían indistinguibles, sin preocuparnos de si el calendario soltaba o no sus hojas. El curso se llenaba de momentos mientras lo eterno permanecía a ritmo de fútbol y sabía a crema de caracola. Entre conjugaciones de verbos en subjuntivo y suma de fracciones en la pizarra, cada uno iba ocupando su lugar en un universo que tenía muy claros sus límites. El tiempo inmensurable discurría en intervalos, a golpe de sirena.
Y hubo sitio para todo en aquel cosmos infantil. Hubo lugar para muchas lecciones y para todas las risas. Espacios mágicos como el de los viejos jardines, altos, casi colgantes y misteriosos. Y también un sustrato, un manto en el que enraizó la fe inocente y primera. En este mismo lugar, las primeras oraciones y nuestros himnos cada 24 de mayo. En el aula, las primeras historias, como aquella de “Maese Pérez el organista” que nos leía don Antonio Montero para descubrir que, encerradas en la literatura, más allá de la leyenda, ¡podía haber tantas cosas! Y entre un lugar y otro, una capilla apenas iluminada con la luz de una lamparita que atravesaba incansable unas diapositivas para proyectar toda la vida de don Bosco en estáticas estampas coloreadas.
Aquí, en fin, quedó la infancia. Y no sé cuánto de fiel tienen estas imágenes arbitrarias y eternas —ya sabéis, a veces componemos nuestra memoria con los vestidos más amables del tiempo—, pero lo que es seguro es que entonces anduvimos muy cerca de la vida verdadera.
El alma tiene galerías que a veces ensombrecen nuestros recuerdos, pero todas, en algún lugar, poseen un punto de fuga por donde se llega a la luz de un patio soleado. Cuando vuelvo casi involuntariamente a los recónditos pasadizos de mi memoria, aunque el paseo aflija, sé que terminaré regresando siempre a la vida y a la luz de los patios soleados del alma, y que éstos seguirán teniendo un soportal con columnas altísimas y un mar dorado de albero en el que se agitan, vivificadoras, las voces blancas de los niños.
La Anunciación
También era aquí donde vivíamos las vísperas de Navidad entre el nerviosismo por las notas y la ilusión de ir al parque a buscar musgo para el Belén o la de rehacer, otra vez más, la carta a los Reyes Magos.
Y aquí, en estos mismos bancos, donde escuchamos por primera vez aquel misterio del Evangelio de San Juan: “Y el Verbo se hizo Carne… Y habitó entre nosotros”. O lo que es lo mismo: La palabra se hizo hombre, y vimos su gloria.
Y vimos su gloria porque se cumplió lo que anunció el ángel Gabriel en una ciudad de Galilea a una virgen llamada María, y que, a través del Evangelio de San Lucas, nos llegaba como un encanto poético que hoy me permito hilvanar en paráfrasis:
Amanece en Galilea
bajo un tornasol distinto.
En el aire se condensa
la luz de todos los siglos
y un fulgor llena la estancia
donde María ha dormido.
La blancura ha dibujado
todo un Ángel en un limbo
que se extiende por la casa
y no ocupa ningún sitio.
—Salve, flor de Nazaret,
mi Señor está contigo.
—¿Qué significa este enredo?
No me asustes, Angelillo.
—No temas nada, María,
en nombre de Dios te digo
que estás colmada de Gracia
y en tu seno crece un Niño.
—No puede ser, lo sé bien.
No me confundas con líos.
—Aguarda un poco, mujer,
cuando mi luz se haya ido
vendrá sobre ti una sombra
que será de Dios el Hijo.
—Ya sé que no he de temer,
mas, ¿qué gracia he merecido
para sus ojos, Gabriel?
—El mensaje ya está dicho,
¡Alégrate del misterio!
—Pues, si es fruto de Dios Mismo,
hágase en mí tu palabra,
sierva soy de este Hijo mío.
La Madre de Dios se queda
sobre el jergón de su nido
y el Ángel se va rozando
con su luz cada postigo
mientras un lienzo de sombra
cae como fruto divino.
En Tierra Santa se escuchan
coros de arcángeles niños.
Por el cielo va una estrella
calentando el aire frío.
¡Qué paradigma éste de María! Como dijo Benedicto XVI: Hay que despertar el ánimo de atreverse a decisiones para siempre. Sólo ellas posibilitan crecer e ir adelante. Y no destruyen la libertad, sino que posibilitan la dirección correcta. Tomad este riesgo —el salto a lo decisivo—, decía el Papa Ratzinger, y con ello aceptad la vida por entero.
Adviento
Termina el Adviento y todo está listo para la Pascua. El año litúrgico, que comenzó con el renacer de la verdina en la piedra y con los primeros hielos bajo los pinos, echó a andar como un período de preparación. Esta época, en la que el sol apenas remonta los torreones del castillo se hunde en la planicie áurea de Sevilla, nos invita, ya entrada la tarde, a la casa encendida para protegernos del frío y de la noche temprana. Y nos empuja al amor del hogar, a una atmósfera propicia para alentar el espíritu de la esperanza.
Hay anunciada una gran fiesta, pero para vivirla y llenarla de sentido, primero hay que conocer el motivo de tal celebración. Porque de la ausencia, del vacío, nace la tristeza que para muchos acarrea la Navidad; y es la falta de sentido religioso, incapaz de mitigar el dolor de otras pérdidas y de la soledad, la que impregna de amargura unas fechas que deberían ser de júbilo sincero e íntimo.
A todos nos hiere alguna ausencia, pero sin la vivencia profunda de la fiesta, que no es otra que la celebración del nacimiento de Dios, todo ese jolgorio que lo rodea todo: los adornos, los regalos, las cenas, los villancicos, todas las bombillas y hasta este sencillo pregón; todo lo externo de estos días, en fin, termina siendo hojarasca en un campo yermo; como una profusión de rosas abandonadas en el asfalto.
No hay peor resaca que la que deja en el alma una fiesta vacía y sin motivo. No culpemos a la Navidad de la tristeza, sino a la vacuidad de este mundo perecedero y lleno de ruido.
El adviento es tiempo de espera y de vigilia, de arrepentimiento y de perdón. Los cristianos nos preparamos para la venida del Redentor, que será el auténtico motivo de nuestra alegría. Si olvidamos el sentido, el Adviento no dejará de ser más que un alumbrado y una lista de la compra previa a la Navidad. Y los días de fiesta, sólo eso: un juntarnos por ese miedo, tan cernudiano, de irnos solos a la sombra del tiempo; un producto hueco camuflado de diversiones artificiales que terminan abocándonos a la desolación.
Y nada más lejos de la desolación que la esperanza. Es exordio de la alegría este tiempo, y no de tristeza; no en vano hace apenas cuatro días que bajó la Esperanza a pisar nuestro mismo suelo para poner su mano a nuestro alcance. Y si Ella nos permite mirarla tan de cerca es para que se encienda su nombre en nuestros labios: Esperanza; y su belleza ahogue el desaliento.
La palabra eterna va a hacerse cuerpo por nosotros. Por nosotros va a nacer. Y lo va a hacer aquí cerquita, en una cueva.
Va a nacer en una cueva
Vienen buscando posada desde muy lejos cuando José le dice a María que ya no les queda tiempo. Va a caer la noche, la humedad de este río que les lleva de la mano desde los altos de Pozo Amargo se ha agarrado a los huesos y está pidiendo un buen fuego.
Al fondo, el aire de unas almenas dibuja la corona de un castillo sobre un cerro de albero en cuya falda escarpada parpadean, diseminadas, lumbres de hogueras gitanas. En el vientre de ese cerro van a encontrar su portal. ¡Ya tenemos Nacimiento! Es Belén en Alcalá, en nuestros Alcores los viejos montes de Judea, y aquel establo en una cueva.
La pareja, agotada y sola, ha encontrado cobijo en las entrañas de esta tierra. Del río sube una niebla de azogue que trepa por las paredes y pronto lo emboza todo. Al otro lado del cauce, ya se pierde el verde oscuro de Oromana. No les quedaba tiempo, pero han hallado una cueva como caída del cielo. Dentro, María se prepara, el Niño ya está naciendo.
Aunque sabe que aquí mismo,
por la piel de otra ladera,
cargará con una cruz
de pecados y de penas,
para salvarnos a todos
nace Dios en esta tierra.
Pobre, aterido y sin nada,
en el umbral de una cueva,
llora ya el Niño Manuel
que ha nacido en Nochebuena
regalando paz y bien
a los pueblos que lo esperan.
El Niño tiembla de frío
Y a su pecho se lo acerca
María para abrigarlo;
ya José atiza la hoguera.
Justo encima en los más alto
brilla con fuerza una estrella.
Aunque conoce el Calvario
en la piel de otra ladera
donde tres veces caerá
con la cruz de nuestras penas,
para salvarnos a todos
nace Dios en esta tierra.
Venían buscando posada y han llegado hasta aquí sin encontrar otra cosa que una cueva.
Nace Dios y está en todo el que busca amparo: En el hambriento, el sintecho, el mendigo, el parado y el enfermo. Y también en todos los abandonados, en los que huyen y en los desterrados.
Desterrados como los que se lanzan al mar huyendo de ese sur negro al que nadie se atreve a entrar, salvo unos cuantos santos, muchos de ellos misioneros. O como los que desde las mismas tierras de José y María, desde aquella antigua provincia romana de Siria, salen cada día buscando refugio, desamparados. Dejan atrás su casa en Alepo y todas las riquezas de sus antepasados abandonadas en legendarios oasis como el de Palmira, cuando, lo que quisieran dejar atrás es la barbarie que en su huida no les pierde los pasos. Y llegan, los que llegan, a este viejo mundo donde no encuentran posada. Pobres, ateridos y sin nada vienen a este mundo como Dios nació en la cueva.
Aunque sabe que aquí mismo,
por la piel de otra ladera,
cargará con una cruz
de pecados y de penas,
para salvarnos a todos
nace Dios en esta tierra.
Nace el niño Jesús y nos invita a nacer con Él. A ser niños otra vez con la emoción que nos conmueve ante el Misterio del portal, con la piedad que nos mueve ante la necesidad y con una fe profunda que nos lleva a buscar a Jesús para celebrar su nacimiento.
Lo dejó dicho nuestro poeta José María Rubio —querido padrino que hoy me trae de la mano— en aquellos versos:
Con mi fe salgo a abrazarte,
Jesús, otra Nochebuena.
Yo creo porque Tú naces,
no naces porque yo Crea.
Jesusito de mi vida
Naces, Jesús, y estás en cada niño. Como naciste para los que ya se fueron, para los que rezamos siendo niños como Tú y para todos nuestros hijos, que hoy lo hacen guiados de nuestra mano. Y seguirás siendo siempre el mismo Niño que acompaña y reconforta cuando amenaza el vértigo. El mismo a quien se arrimaba aquel pequeño cuando el pozo de la noche se le presentaba como un extraño:
Eran las horas previas a que se encendiese el fuego en las tahonas. La ciudad dormía puertas afuera mientras, en la casa callada, achicado por la oscuridad de su cuarto, un niño temía que el sueño se equivocara y, de nuevo, tardase en llegar. La abuela ya le había dibujado sobre su rostro la señal de la Santa Cruz y habían pedido al Señor que les librase de sus enemigos. Pero el sueño se demoraba, y la habitación se hacía más oscura. ¿Qué jaleo sordo, qué cosa innombrable era aquella que iba al cuarto a jugar con sus miedos acechando la vida? ¿De qué mala sombra procedía aquel revoloteo en el umbral del descanso? Temores primarios que llegaban al afrontar en solitario el silencio de la noche; desconocida y profunda.
Mas, entonces, era el tiempo algo ajeno, y la noche, sólo ese momento que tardaba en iluminarse la pequeña Virgen de cristal blanco que tenía el niño en la mesita pegada a su cama. Aquella figurita era una imagen especial, con un poder mágico que espantaba los miedos. Su vago resplandor era suficiente para disipar las sombras; la noche empezaba a agotarse. El cuerpo del niño, encogido, en la cama, se agrandaba y se volvía más seguro y más fuerte alrededor de su alma. De un soplo se despejaba de mariposas negras la almohada y sentía más cerca a ese otro Niño del tarareo —Jesusito de mi vida— que arrastraba la abuela al alejarse del dormitorio murmurando su canción. Y entonces, Jesús, parecía devolverle una plegaria:
Duerme mi niño, reposa tranquilo.
Hoy, yo soy niño como tú, por eso
vengo en la noche a llevarme tus miedos
con este rumor pendiente de un hilo.
Ese desvelo que da tanto ruido
no es otra cosa que un pájaro inquieto
que aletea en las puertas del sueño
y luego se va, volando a su nido.
Déjame, niño, que arrope tu alma
con esta vieja canción repetida
desde un humilde pesebre de paja.
Yo seguiré tu camino en la vida
hasta llevarte del brazo a otro tiempo
donde a tus hijos hablemos del cielo.
Nochebuena en Alcalá
Dicen que, nacido el Señor, un ángel se le presentó a unos pastores que dormían al raso y se turnaban velando a su rebaño para decirles que les había nacido un Salvador en la ciudad de David. Y que lo encontrarían encarnado en un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre. San Lucas nos lo cuenta en su Evangelio y narra que al instante se juntó una multitud angélica que cantaba: “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres que ama el Señor”.
Es Nochebuena, y en nuestra ciudad vive aquella de David, pero por la pendiente sobre la que se asienta el castillo al sur, no son pastores los que serpentean entre las hogueras de los castilleros, sino arrieros que, al cuidado de las bestias en un claro de la retama, han recibido la buena nueva:
“Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad”.
Y ya ascienden buscando al Niño en las entretelas de su suelo. Los vecinos del barrio de San Miguel, que han notado el revuelo, le siguen los pasos a los chalanes. De otros rincones del cerro, voces por soleares preceden al vaho de las gargantasque sostienen los gitanos:
No sé cómo puede ser
Que naciendo en nuestra cueva
se queje el Niño “Manué”.
Y ya se unen al humilde cortejode los muleros, que van siguiendo el compás:
Tendrá frío el pobrecito.
“Vamo” a cantarle y verás
cómo se alegra ese Niño.
Cuando llegan al lugar donde está el Recién Nacido, enmudece la soleá, no se escucha una palabra. La llama del fuego, que tremola en la entrada, llena de luz cálida la estampa y matiza de ocres el aire. Como anunció el ángel, los que van apareciendo ante el Niño, caen de rodillas en alabanza porque en Él reconocen al Salvador.
A la vuelta de la cueva, los gitanos, los muleros y todos los alcalareños bajan bailando y cantando por villancicos y alegres coplillas de Navidad.
¡Glorias al Recién Nacío,
Y trompetas y tambores,
que ya ríe nuestro Niño
con requiebros de canciones!
Ya está aquí la esperada fiesta. Estalla la Nochebuena, y hoy es la Navidad de mañana. Celebremos todos la Pascua, porque ha nacido Dios en esta tierra.
Vida en Misericordia
Es Navidad y termina un año al que ha estado unido, como un complemento inseparable, la Misericordia. Ha servido este epíteto cristiano para rescatar una palabra que andaba descuidada en el vocabulario de la gente, pero ni mucho menos olvidada en la materialización de su significado.
Digo misericordia y digo amor y perdón… ¡y nombro a tanta gente! Pronuncio misericordia y me envuelve el vendaval de don Manuel Ángel; viajo a la Ciudad de San Juan de Dios; animo a los Amigos de los Reyes Magos que siguen tirando del milagro de la Cabalgata; me paso un día más por Cáritas; aplaudo las buenas obras de todas las hermandades; y me uno a toda la gente de buena voluntad.
Digo misericordia y María viene al auxilio de los cristianos. Veo a don Bosco levantando un colegio entre la nieve de Turín. Y allí, a todos los salesianos de mi recuerdo y a toda la familia que hoy mantiene erguida esta casa, incólume después de 102 años.
Vuelvo al excelente trabajo que plasmó Pepe Corzo en su libro del centenario del colegio y lo hojeo para redescubrir, en sepia, el esfuerzo en rostros que son almas de este hogar, y me hablan las fotografías de viejas arquitecturas como una grisalla que desvelara historias antiguas de tiempos difíciles.
Pronuncio misericordia y hablo de educación. Y pido que se escuche y se valore el esfuerzo de tanta gente que se entrega en cuerpo y alma, con la alegría del carisma salesiano, a ayudar a cada alumno a construir su armazón para moverse por la vida. Una vida excesivamente acelerada, confusa y de abrumadoras redes sociales ante las que hay que formar más y mejor que nunca a nuestros niños, porque, a este paso, si no lo hacemos, acabará llegando el día menos pensado otro Savonarola a prender la hoguera de todas estas vanidades virtuales.
La otra Pascua
Mientras tanto, seguiremos andando y haciendo camino, como el que hemos vuelto a hacer recorriendo este adviento que nos ha colocado en el umbral de nuestro Belén. Llega la Navidad, pero no termina con ella la espera. Porque, inmediatamente, llegará el anhelo de la Epifanía, la otra Pascua de estas fiestas.
En el segundo capítulo del Evangelio de San Mateo leeremos: […] llegaron del oriente a Jerusalén unos magos, diciendo: ¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? […] la estrella que habían visto en oriente les precedía, hasta que vino a pararse encima del lugar donde estaba el niño. Al ver la estrella, sintieron grandísimo gozo, y, llegando a la casa, vieron al niño con María, su madre, y de hinojos le adoraron, y abriendo sus cofres, le ofrecieron como dones: oro, incienso y mirra.
La escena es un óleo. Mientras leo este pasaje, me va salpicando la memoria una infinidad de imágenes en las que los pintores han reflejado la Adoración de los Reyes Magos; están todos, los más grandes; desde los primitivos flamencos hasta Murillo y El Greco, Velázquez, Ribera, Zurbarán… todos. Y todos soberbios. Pero, siendo tantos y tan distintos, yo no sé por qué en todos, al final, me parece estar viendo a los Reyes Magos adorando al Niño en nuestra cueva, ahí mismo, en la que te encuentras un poco más arriba del arco de San Miguel.
Y es que, Majestades, con esa exultante cabalgata que os rodea llevándose consigo todas las luces de la ciudad, os sentimos siempre presentes, y muy cerca. Permitidme hoy, ahora que os tengo al alcance de la palabra, que aproveche el privilegio y os lance mi carta a viva voz:
Este invierno, queridos Reyes Magos,
a viva voz os cuento mis deseos:
Aprovecho el lugar privilegiado
y —sin saber muy bien si lo merezco—
espero recibir como un regalo
las ganas de crecer sin tener miedo.
Ya sé que no hacen falta más halagos
y conocéis muy bien de qué adolezco,
por eso me limito a recordaros
que ya una vez me disteis el secreto
que habita en la mirada de los Magos,
y en deuda yo estaré siempre por ello.
Aunque tal vez no deba pedir nada,
no puedo resistirme a vuestro empeño
de abrir cada balcón de nuestra casa
a esa noche que destapa los sueños.
Con el cuerpo anudado de mis hijos
quiero llenar el hueco de mi abrazo,
y con ellos sentir todos los hilos
que una abuela sostiene con sus manos.
Y allí donde florece la ilusión
que riega la mujer a la que llamo
con un beso cargado de razón
quiero vivir, queridos Reyes Magos.
Ahora sí, si todo está dispuesto para que nazca Dios en nuestra tierra, no hay más que decir, ya va siendo demasiado. Sólo puedo agradecer una vez más, a todos los que formáis esta gran familia, que me hayáis hecho un sitio en esta casa, bajo este cielo protector a los pies de María Auxiliadora, para poder decir a mis paisanos con palabras de pregonero que:
Aunque prosigue la luna
menguando,
soplan los viento del norte
y se olvidan los milagros,
tendréis siempre quien pregone:
¡Que esa estrella
que hace más clara la noche
anuncia la Buena Nueva!
Muchas gracias
Y ¡felices Pascuas!
© Guadaíra Información - 41500 Alcalá de Guadaíra (Sevilla) - España
Teléfono: 655 288 588 - Email: info@guadairainformacion.com � Aviso Legal