Opinión - 03/11/2012
"Compañeros". Juan Alcaide
Autor:
Juan Alcaide Rubio

Anda el trigo cabizbajo y mohíno por nuestra tierra. Al sagrado cereal se le ha ido ennegreciendo su color, cubriéndose de luto a medida que un madrugador destino ha venido  cercenando los dedos de esas manos que llevan toda la vida transformando  su blanca sangre molida en mil formas distintas cada día. Bollos, teleras, molletes, medias de canto, bobas, picaítos... se están quedando huérfanos y, como todos los que hemos crecido compartiéndolos, convertidos así en compañeros (con-pan-ero-s) por su gracia, temen quedarse desalmados.

Compartimos el duelo que nos llega desde las calles Dos de Mayo y Silos, pero también queremos seguir compartiendo su pan y cantar las glorias de su oficio artesanal y seguir disfrutando, como siempre, del privilegio de su presencia en la mesa cada día.

A uno, que no sabe llevarse a la boca una cuchara con la mano derecha sin que le siga inmediatamente la izquierda con un trozo de pan, porque ha crecido viendo a sus mayores rematando la comida con un buen chusco siguiendo al último gajo de naranja, le resulta muy fácil recordar los cuatro días en los que no ha sido capaz de encontrar media tostada con la que desayunar, o ni siquiera una miga con la que acompañar el almuerzo. Sí, estaba fuera de Alcalá y aun más allá de Despeñaperros, y ¡qué coraje da!  ¡Cuánto se echa de menos nuestro pan cuando no se tiene a mano! Afortunadamente han sido muy poquitos esos días nefastos; porque son nefastos, y muy tristes, los días que se come a medias, ¿acaso hay vianda completa sin pan?                             

En cambio, qué pronto se olvida el bollito diario sin el cual no llegamos a componer del todo nuestra figura. Ese chulo que por estar siempre ahí, infalible y rutinario, acaba envilecido. Y es que, como decía Gracián: "hasta el Sol hubo de ocultarse a la noche para ser querido a la mañana."

Ahora que se apagan los hornos de siempre para encender otros tan modernos como asépticos y fríos; ahora que nos cambian el migajón por unos panes inflados repletos de vacío; ahora que casi nada sabe a lo que sabía, me acuerdo como nunca de otros días...

Aún puedo oler  el aroma de la tortilla "guisá" de cada viernes en casa de mi abuela y saborearla como lo hacía, a compás de pellizcos con los que arrancaba mis buenos pedazos a la media de pan. O la fragancia que envolvía mi niñez en los Salesianos cada mañana y que los sábados, después del partido de fútbol, nos hacía correr a la panadería de La Modelo para comprarnos un bollo calentito (uno entero "pa ca uno") que nos tragábamos así, sin echarle nada encima, recostados al sol.  Puedo paladear todavía el mollete con manteca "colorá" que me despertaba justo a medio día, recién salido del horno de la panadería Ordoñez   Araceli, la mía de toda la vida , después de aquellas primeras noches largas de la última infancia. O el regusto que nos dejaban a todos las vienas de Manolín cuando a la vuelta de la juerga, masticando la compañía en nuestro particular "after  hour", volcábamos sobre ellas una lata de melva y nos las zampábamos más cerca de la mañana que de la madrugada, queriendo alargar una juventud que no había conseguido despojarse aún de tan dilatada adolescencia.  Tiempo ha, compañeros; nos delatan los estómagos: más abultados, pero menos capaces de tamañas digestiones.

Y es ahora, cuando apenas quedan hornos de los de antes; ahora que son contadas en nuestro pueblo las panaderías que siguen despachando sabor a hogar en forma de pan, cuando vuelvo a pisar con más ganas que nunca estas viejas tahonas. Y lo hago llevando a mis hijos, vienen conmigo y me alegro, porque salen de ellas con un trozo de pan que siempre les acompaña en el camino de vuelta a casa.   

A la memoria de Araceli y de su hija Reyes,  a la de Manolín "el panadero" y a la de todos los que hicieron compartir el pan a tantas generaciones de alcalareños, rememoro cada imagen  agradeciéndoles en el alma el pan nuestro de cada ayer.

 

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