Tras las nieves del último invierno y las lluvias de la primavera, el agua corría por la acequia como cuando aún no se hablaba del desierto y las estribaciones más orientales de Sierra Nevada eran un fresquísimo jolgorio de torrentes entre almendros y castaños. El sonido de la corriente por los canales en pleno agosto conducía directamente a los buenos años. Hacía mucho que no se veía tanta agua a esas alturas. Un buen hombre lo recordaba con sus coetáneos, y también con su hija, que llegó a conocer de muy niña aquellas huertas anegadas de agua limpia en la cumbre del verano.
Es un regalo pasear entre rumores tan frescos y puros: voces de niños, charlas de hombres recios, chapoteos de perros silvestres, caminos de sol y sombra… y el arrullo continuo del agua. Pero de pronto, la desazón. Cuando más alegre era el paseo, aparece sobre el cristal frío de la acequia un manto de espuma que navega con la corriente y se desparrama por los terrones con un burbujeo que deja una sábana sucia sobre los huertos.
Explica el “repartior” —encargado de distribuir el agua de la acequia y controlar el tiempo de riego que corresponde a cada pegujal— que la espuma viene de la piscina municipal, que desagua directamente en el cauce que baja de la sierra. Y nos avisa: “No vayáis a beber, no os pase como a mí el otro día, que tuve que salir corriendo hasta el peñasco… Y casi no llego”. Y entonces, la aflicción. El camino de vuelta ha perdido toda la frescura y el buen hombre cabecea como queriendo espantar el disgusto sin que nadie responda a su incredulidad: ¡cómo puede ser eso!
¿Y cómo puede ser esto? Como a los de allí, a los de aquí también nos gusta ver el agua correr. Mas, como el verano en la alta Sierra Nevada, así el otoño en la Baja Andalucía. Por aquí, cuando arrecia el aguacero, nos sentamos a esperar que pase para asomarnos en cuanto escampa a ver cómo baja nuestro río. Y es entonces, cuando más alegres paseamos por la ribera del Guadaíra llenándonos los sentidos del fluir caudaloso del viejo reguero, cuando de pronto, otra vez la desazón: contra las piedras de la azuda, el grosero espumarajo de siempre.
Pero aquí la espuma no viene de la mezcla de cloro y agua sucia de una vulgar piscina municipal, sino de los vertidos de alguna industria aceitunera río arriba. Y a muchos, que un cerro de olivos nos conmueve tanto o más que una cúpula nervada, esta realidad nos parece más hiriente que cualquier otro delito ecológico por cuanto tiene de fratricidio.
Y como al buen hombre de aquellas sierras, justo cuando más disfrutamos de un paseo que hace soñar con otros tiempos, nos despiertan las babas del mal estancadas en las viejas aceñas y un pelotón de cadáveres con forma de peces; imagen de todos los vencidos por la miseria de quien ensucia y la imperdonable desidia de quien no le pone remedio.
No sabemos cuántos más habrán de volver cabeceando de su paseo por la ribera pero, de momento, sigue viniendo espumosa el agua, y tan turbia como el alma de todos los que nunca han respondido a nuestra inocente incredulidad: ¡Cómo puede ser esto!
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