Opinión - 20/12/2013
"Otro día le contaré..." Álvaro Plaza
Autor:
Álvaro Plaza

Quizás alguno de ustedes haya notado una leve ausencia, al menos yo me animo pensando que alguno de ustedes la hayan notado.

Percibida o no, la ausencia tuvo un buen motivo.

Tres con siete kilos de carne, huesos y esperanza que me tuvieron alejado de las teclas.  

Y tenía pensado inaugurar de nuevo mis columnas precisamente hablando de esos tres con siete kilos.

De mi hijo. Del que me ha hecho de veras conocer una nueva dimensión de la palabra amor y de la palabra miedo.

Y quería comentar como me divierte y preocupa a la par la confusión identitaria que a mi vástago le pueda propiciar en un futuro ser hijo de una nueva zelandesa crecida en Australia y de un castellano criado en Alcalá y que para remate él haya nacido en Londres. Y en esa tónica quería yo ensalzar un poco las virtudes de ser alcalareño y fuera de donde se sintiera al final el chiquillo cómo su padre le iba a intentar inculcar un poco de nuestros vicios y virtudes.

Pero una noticia ha dado al traste con todas estas intenciones.

Un suceso del que he sido testigo en la distancia y que me ha dejado triste e inquieto.

Una familia ha muerto en mi pueblo. Y desde aquí mi más sentido pésame, sobre todo por esa niña, que va a empezar ese momento tan confuso que de por sí es la adolescencia con un trauma de estas dimensiones cargado en su espalda. Todos mis pensamientos están en esa niña. Lo va a tener jodidamente duro, porque la vida le ha puesto la peor zancadilla y ojalá los que la rodean sepan guiarla y dejarla crecer de la forma más limpia y sana posible. Ojalá no te enturbien demasiado.

La vida es cruel. Y no sólo porque ocurran estas desgracias, también por cómo estas se encajan.

Y es la estupefacción de donde no consigo salir. Por como se suceden las cosas en este mundo vertiginoso en el que nos ha tocado vivir. La noticia de su muerte, el relato de como sucedieron las cosas, la trama detectivesca casposa del presunto suicidio, la alerta sanitaria, Cáritas viéndose obligada a clarificar que todos sus alimentos están en perfecto estado, la controversia sobre si tomaban la comida a hurtadillas de los contenedores y esos medios de comunicación haciendo gala del peor amarillismo secuaz y rastrero, aquel que consiste en recoger la opinión del primero que te encuentres por la calle y por no mentar la repugnante lucha por sacar a la luz un pellizco más de información inocua y vacía y acabar mostrándosela a toda España; al final todo se iba pareciendo demasiado a esa escalofriante sátira que el gran Billy Wilder mostró en su película “El Gran Carnaval”; y luego están las me imagino interminables conversaciones en las cafeterías, en el desayuno con pringá, en la puerta del economato. Esas son las de veras peligrosas. Esta misma columna también, de algún modo, participa de ello. Y todo se va ahí mezclando, y entre todos lo agitamos, revolvemos y al final vomitamos una especie de monstruo viscoso desdichado y falso que se desintegrará con la misma estulticia con la que se ha engendrado; para la mayoría de nosotros en unas semanas, meses, todo estará olvidado. Y toda esta sobreexposición, saturación y sobredosis de información, vaivenes, desmentidos, rumores y caricaturas acerca de lo que ha pasado sin ahondar en la raíz del problema sólo contribuye a que al final todo se queda igual. Nada cambia. Porque la vida sigue y todos tenemos nuestros problemas, nuestras batallas y alegrías.

¿Qué más da si esa familia se comió un pescado, si rebuscaba en la basura o si se quitaran la vida? En este caso todo confluye en lo mismo y es por lo que más de puntillas se ha pasado. Esa familia estaba desasistida. Desasistida. Simplemente. Y lo jodidamente tenebroso es que no son los únicos, esos a los que llamamos “dejados de la mano de dios” crecen cada día en número. Ya casi son un ejército. Caen en el lado de la “mala suerte” y prontamente los intentamos barrer debajo de la alfombra.

Pero esa “mala suerte” que también la hay, no es la que está dejando a esas miles de familias desasistidas y con menos recursos para enfrentarse dignamente a la vida en una sociedad occidental que te requiere que tengas dos docenas de pares de calzado, un par de coches y un frigorífico con comida que la mitad tiramos para poder decirle al espejo que eres una persona con éxito. Somos nosotros y este estado de las cosas que la mayoría de nosotros contribuimos a perpetuar los culpables de abocar a miles de vecinos a la simple y llana pobreza; la mala suerte aquí no tienen nada que ver con ná.

Y lo peor es que entre los que aún estamos en el lado con suerte, se va expandiendo la inverosímil justificación del “se lo merecen”. Los que tienen “mala suerte” es que se lo merecen. Porque con esa generalización cobarde uno se queda más aliviado cuando se compra una tele más grande y además ya empiezan a ser demasiados, y de algún modo su número amedrantan y los empezamos a contemplar como enemigos.

Y de esa columna en la que yo quería hablar de lo que significa para mí ser Alcalareño, a esta, donde casi estoy diciendo que a veces me da asco ser humano.

Pero acabo de tener un hijo y no me puedo permitir ser tan ruin.

Tengo esperanzas, de que no siempre todo se quede siempre igual, tragedias como estas seguirán ocurriendo y nadie está a salvo de ellas, pero que cuando ocurran sirvan de algo, que no todo se olvide como el mero papel de periódico con el que envolver el pescado de mañana. Esperanza de que aquellos que caen en el lado de la “mala suerte” no se lo acaben creyendo, que no se les marchite el carácter. Esperanzas de que cuando nos aticen respondamos con vigor y prudencia. Esperanzas de que nos demos cuenta de que todos estamos juntos en esto y que con que haya una sola familia desasistida en el pueblo, en la provincia, en el país y en el mundo, no podemos de verdad mirarnos al espejo y decir que hemos tenido éxito.

Esperanzas para que esa niña sepa algún día vivir con esto que malditamente le ha pasado y que incluso consiga arañar un hueco para la felicidad.

Tengo que tener esas esperanzas. Pero de sólo esperanzas no está el mundo hecho, así que hay una pregunta que sigue oscilándome el alma.

Que me la ha dejado encogida.

¿Qué diablos estoy haciendo para dejarle a mi hijo un mundo mejor?

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