Opinión - 17/09/2013
"La cultura de la queja". Álvaro Plaza
Autor:
Álvaro Plaza

No sé, imaginad que vais a comprar un ventilador a una cadena donde los ventiladores están tirados de precios, ahí, en el Centro Comercial los Alcores y el chico con el polo rojo que os atiende lo hace con desgana y os da información incorrecta, como que tiene seis aspas en vez de cinco u os confunde a la hora de explicarlos la garantía que cubre por ejemplo un fallo eléctrico pero no el caballito de plástico de tu hijo. Lo más seguro es que dejéis el ventilador a un lado o lo compréis, pero hagáis lo que hagáis lo haréis con un cabreo y a lo máximo que llegaréis es a un circunspecto “quiero hablar con el encargado” para descubrir que a veces hasta los encargados actúan con más desgana que los empleados.

Una de las mayores diferencias que he notado entre nuestras culturas, entre Alcalá y Londres, es el concepto de atención al cliente y los recursos que éste tiene para hacer valer su causa. En el pueblo vas a tomar unas tapitas a un bar y si las tapitas no están buenas o no se ajustan a la cantidad adecuada, vamos que están “pa echarlas a los perros” y encima en vez de una tapa te han servido unas migajas, la mayor represalia consiste en hablar de ello con tus amigos y compañeros y en no volver al lugar si acaso.

En Londres los nativos hacen lo mismo, pero además se lo hacen saber a la empresa. Antes a través del correo postal ahora mayormente con el electrónico. El consumidor británico es un consumidor exigente. Quizás por eso no regatea. Estima cual es el precio justo por el servicio o producto que está adquiriendo y si piensa que le están dando gato por liebre luchará contra viento y marea por ver recompensado el agravio.

Aquí es costumbre antes de ir a un restaurante nuevo, a una obra de teatro, a pasar una noche en un hotel, consultar cualquiera de esas cientos de páginas que han prosperado para dar un servicio de cualificación, así que el inglés antes de sacar la cartera estudiará las “reviews” o comentarios así como repasará concienzudamente la valoración generalizada de otros usuarios y las “estrellitas”. Y en el otro lado, los restaurantes y las cadenas, las compañías de teatros y los gerentes de los hoteles no se tomarán a la ligera las quejas que reciben, saben que si bajan de categoría en las listas o reciben pocas estrellas o muchos comentarios negativos, perderán prestigio y negocio. Y no sólo es que les hagan caso, es que encima en la mayoría de los casos ponen ellos mismos a disposición de sus clientes los recursos para evaluarlos y más aún, les alientan a ello.

El inglés se lo toma casi como un deber cívico. Consigo mismo, con los demás consumidores e incluso con el empresario. Todo con el fin de mejorar el servicio y el producto. Es la cultura de la queja. Y se ha creado todo un ecosistema donde si ante un mal servicio, un género en mal estado o una horrible experiencia, te quejas -obviamente argumentando propiamente la ofensa- no sólo la empresa tomará nota sino que intentará solucionarlo y satisfacerte.  

Evidentemente hay de todo en la viña del señor, a algunas empresas las quejas se las trae al pairo, sobre todo si están en posición de casi monopolio. Es por eso que en el mundo anglosajón tanta animadversión le tienen a ese concepto, de lo convencido que están de que los monopolios les restan libertades. Y ojo que el mayor monopolio que hay en el estado es el estado mismo.

El otro día una amiga mandó una queja porque en la cadena de bocadillos Subway han lanzado una campaña feroz en la que publicitan un sabroso sandwich más bebida por el módico precio de tres libras. El truco de tan bajo precio es que cuando estás en el mostrador el dependiente te tirotea a preguntas ofreciéndote ingredientes extras a añadir, y como no seas raudo y contestes a todo que “no” comprobarás estupefacto como tu bocadillo por el módico precio de tres libras se ve transformado en uno quizás algo más sabroso, pero de siete. “¿Quieres una tira de queso cheddar?” “¿Te gustaría extra guacamole?” “¿Quieres un poco de cebolla picada?” etc... Si te manejas con soltura en el idioma pues bueno, puede ser un poco incómodo y cargante pero lo solventas sin mayor dificultad. El problema es si eres un padre de familia, turista, y los teletubbies hablan mejor inglés que tú, ante cada nuevo consulta más nervioso te pones, además el coñazo de tus hijos preadolescentes que no paran de darte la tabarra con sus caprichos y de tu señora esposa que no deja de abrasarte la otra oreja, ¡vamos! situación que cualquiera que haya ido al extranjero en familia puede fácilmente visualizar, pues el resultado es que el pobre turista a todo asiente con la cabeza, porque en realizad no tiene ni pajolera que le están preguntando, y el presupuesto de doce libras por cuatro bocadillos, que es lo que un enorme cartel publicitaba a todo color en la puerta, se transforma en una comida de unas treinta libras (por otro lado, bien empleado lo tiene, por turistazo)

Mi amiga les explicó la situación en un correo, alertándoles de la poca honorabilidad en ese procedimiento de venta así como de que casi se podría interpretar que estaban incurriendo en fraude, al aprovecharse la vendedora de la obvia indefensión del cliente. Y se tomó la molestia de buscar las palabras y armar una argumentación razonada, restándole tiempo a su vida cuando el problema en realidad no le afectaba a ella, dotada de las suficientes competencias lingüísticas como para al final del proceso acabar con un bocadillo de tres libras. Como dije antes, lo sienten como un deber cívico. La empresa se disculpó y le prometió iniciar investigaciones.

Parece poco, pero poco es algo, y muchos pocos unidos mueven montañas.

La otra gran diferencia con Alcalá, con España en general, es que aquí escuchan. Al menos eso parece. Tus quejas, opiniones, sugerencias, son oídas y no se te queda esa grima reconcentrada debido a la impotencia de que digas lo que digas, lo hagas como lo hagas, los que tienen el poder, ya sea en una cadena de supermercados, en un ayuntamiento o en el gobierno hacen con tus palabras lo que no sería educado describir aquí, pero que -para dar pistas- tiene que ver con el retrete y el papel higiénico.

¿Y qué podríamos hacer para cambiarlo?

Volvernos severos con las pequeñas injusticias del día a día, ser más estrictos con los atropellos cotidianos, alzar la voz contra los abusos por más pequeños que estos sean y ser exigentes no sólo con respecto a lo que directamente nos afecta, y revestirlo todo ello con una imprimación de tenacidad. Y de lo pequeño ir pasando a lo grande. Por supuesto sin olvidarnos del reverso: saber escuchar y entender que las críticas ajenas pueden ser un medio para mejorar y prosperar y que no siempre obedecen a una voluntad -injusta a todas luces- de putearnos. 

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