Opinión - 18/09/2014
"Asiático XX". Paco Pérez
Autor:
Francisco Pérez Caballero

A principios de agosto empecé a escribir este artículo para hablar de las vacaciones pero, paradójicamente, estaba tan ocupado con el trabajo que sólo pude escribir un párrafo que al final he borrado porque ya no tenía sentido dejarlo. Sólo un mes después y ya no valía.

Yo el mes pasado quería hablar de las vacaciones por aquí por Asia y todavía quiero. Es más, como no he tenido vacaciones, tengo más ganas aún de hablar sobre ellas.

A diferencia de cómo nos desplazamos en España, en Asia no llegas a ningún sitio si no es en avión. Pasa un poco como en Estados Unidos, lo que ocurre es que allí, con paciencia y un coche, también puedes.

Para mí, las Matalascañas y las Chipionas de aquí son las playas y las islas de Tailandia, la isla de Langkawi, que es de Malasia, Sri Lanka y las islas de las Filipinas. La foto de arriba es de Sri Lanka. Nos fuimos siete amigos y amigas en un puente que hubo en Bangladesh cuando coincidió la inauguración del Mundial de Cricket con el Día de la Lengua Bangladeshi, el ekushtarik. Cuatro horas en avión desde Dhaka a Colombo y después una furgoneta costeando hasta llegar al sitio que nos habíamos alquilado, un bungaló colonial fantástico, una casona inglesa grande y antigua enterrada entre palmeras y vegetación tropical de grandes hojas, pájaros de colores chillones y monos roba comidas. Con una piscina de un azul oscuro y brillante y muchos cojines y colchonetas repartidos alrededor para realizar las tareas básicas para que la humanidad siga funcionando: leer, reflexionar y dormir la siesta.

Paz, tranquilidad y nubes grandes y algodonosas. Así es el entorno por aquí. También están Phuket en Tailandia y Boracay en Filipinas, por ejemplo, donde puedes encontrar aglomeraciones parecidas a las de Benidorm o Ibiza, pero son la excepción, la mayoría de los lugares son tranquilos y no están atestados de turistas.

En octubre de dos mil nueve nos casamos mi mujer y yo en Dhaka, en la Embajada Española. Después de la ceremonia hicimos una fiesta en la azotea del cónsul de la que todavía hay gente que no se ha recuperado. Dormimos unas pocas horas y nos fuimos al aeropuerto rumbo a Langkawi, de viaje de novios. Lo habíamos decidido la tarde antes mientras cortábamos jamón como podíamos para la fiesta de después de la boda, sin tabla ni cuchillo jamonero, apoyados en la mesa de cristal del salón y cortando en vertical, como si fuera salchichón. Si hay algún maestro jamonero leyendo ya debe tener los pelos de punta. Tengo que decir que cuando seis meses después volvimos a celebrar la boda en España, en Los Pánchez, Fuente Obejuna, Córdoba, contratamos a un profesional del corte. El tipo lo hacía tan bien que algunas de las invitadas extranjeras grabaron vídeos como para montar un documental.

Decía que en octubre de dos mil nueve nos fuimos a Langkawi, casi sin dormir, con la resaca. Aterrizamos, llegamos al hotel que habíamos reservado la tarde antes por internet mientras cortábamos el jamón, no nos gustó lo sucias que estaban las cabañas-habitaciones, desde el mismo lobby del hotel, abierto al aire libre por los cuatro costados y con monos saltando de un lado a otro por los techos, reservamos habitación en otro hotel, fuimos en taxi, ése sí nos gustó, soltamos las bolsas en las habitaciones, bajamos a la playa del hotel, la suya propia,  a ver qué tal estaba, tenía bar, tumbonas y sombrillas de cañizo y ya no nos pudimos mover de allí. De ese sol naranja, amarillo, rojo y lila metiéndose en el mar lenta y silenciosamente, con unas sombrillas y tumbonas de las que sobresale alguna pierna desmayada y tras las que se ve la orilla de una playa desierta, hay una foto, que cuelga en el salón de mi cuñado, que hice yo, que era el único que se mantuvo despierto para presenciar esa maravilla.

Los días siguientes nos alquilamos unos scooters y recorrimos la isla por la costa y por el carril izquierdo. Con los cascos puestos, la sonrisa y el aire del mar.

En Sri Lanka no alquilamos scooters porque éramos demasiados, íbamos andando a todos sitios. Y en las distancias largas llevábamos una furgoneta con un conductor singalés incapaz de matar una tarántula del techo aunque a nosotros nos diera pavor, él prefería parar el vehículo, cogerla despacio con la mano y dejarla en medio de la maleza alrededor. Al caer la tarde nos acercábamos al pueblo donde los pescadores ponían a la venta lo que habían pescado durante el día, unos pocos mejillones por aquí, una langosta por allá, y por la noche, mi mujer y uno de los siete que también cocinaba, nos preparaban unas cenas marineras astonishing, impresionantes.

En Koh Kradan, una diminuta isla de la costa de Tailandia, la ducha del bungaló estaba al descubierto, como es habitual en aquella zona y, tanto el cuenco del lavabo como la perilla de la ducha que colgaba en alto de la pared, eran de cobre absoluto, tan de cobre que ese olor ha impregnado para siempre mi memoria de aquel lugar. Toda el agua que salpicaba de la ducha mojaba las hojas grandes de lo que había plantado en la parte trasera del bungaló. Después del día entero paseando por la arena blanca de la playa desierta, sorteando las ramas y los cocos que dejaban las olas, acompañando en kayak a peces de colores que nadaban bajo nosotros en aguas transparentes como el aire, leyendo al atardecer con un cigarrillo y un ron con cola mientras el sol se ponía de nuevo en silencio por el horizonte. Después de todo eso caíamos rendidos, a dormir en medio de la arena de la playa, que es donde estaba el bungaló, a escasos diez metros de la orilla donde las olas marcaban su ritmo suave de respiración. De vez en cuando un pequeño temblor de tierra, el mar de Andamán es zona sísmica.

Yo lo dije hace mucho tiempo, a mí me gustaría estar de vacaciones todo el año, pero debo de ir por el camino equivocado porque, por el contrario, cada vez se me pasan más años sin vacaciones.

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