Opinión - 28/07/2014
Asiático XIX. Paco Pérez
Autor:
Francisco Pérez Caballero
Asiático XIX. Paco Pérez

Me he dado cuenta que la cultura de pueblo me gusta. Y mucho.

Tengo unos amigos de Sevilla capital que no lo entienden. Y a mí me sorprende que haberse criado en Sevilla, que no es una megaurbe, les haya dado ese punto urbanita tan diferente al mío. Tal como yo lo veo, Sevilla es tan pueblo como Alcalá, o como Mairena del Alcor, donde vivo ahora cuando vengo a España. Pero, por lo que saco de sus comentarios, debo de estar equivocado.

Los años tan felices que pasamos en Bangladesh se debieron justo a eso en gran medida, a que el barrio de Gulshan donde vivíamos era nuestro pueblo, aunque estuviera en la ciudad de Dhaka, que tiene alrededor de dieciocho millones de habitantes, nadie lo sabe con certeza. Dhaka tiene una densidad de población de ocho mil quinientos habitantes por kilómetro cuadrado. Alcalá tiene doscientos sesenta. Ahí lo dejo.

Además éramos extranjeros y todo el mundo nos conocía, el de la tienda de fotos del círculo dos, el de la oficinita de cambiar dinero, al que siempre que iba yo le preguntaba, entre risas, si todavía no se había casado, bie kor kobe hobe bhai? Ninguna mujer me quiere, me decía él. Un chaval estupendo. Hace dos o tres años que no le veo, supongo que ya se habrá casado. O no.

Y sobre todo nos conocían los rickshawalas, los conductores de triciclos a pedales que te llevan a cualquier sitio por veinte o treinta takas, que son veinte o treinta céntimos de euro. Ya la situación no es la misma, la delincuencia se ha adueñado de la madrugada, pero en dos mil seis, cuando llegamos por primera vez, podías pasear en rickshaw a las tres de la mañana tranquilamente por el barrio de Gulshan. Los rickshawalas nos conocían, sabían dónde estaban nuestras casas para llevarnos y además conocían a nuestros amigos y siempre nos contaban algo de ellos y si podía ser un cotilleo, mejor. Cultura de pueblo, me encanta. Cuando leo esto que yo mismo escribo, no me suena muy bien, porque realmente los cotilleos de pueblo pueden llegar a ser muy dañinos, pueden llegar a ser asfixiantes, pero, por fortuna para mí, siempre me ha tocado vivirlos desde cierta distancia. Por fortuna para mí, nunca han ido en mi contra. De cualquier forma, salvando la maldad, lo que me gusta de ese ambiente que incluye a los cotilleos es el conocimiento, es el no anonimato, que justamente es la bandera de toda gran ciudad.

Yo he intentado hacer mi pequeño pueblo en el barrio de Guangzhou donde vivo, pero no lo he conseguido. En el 7-eleven que hay junto al portal de entrada del edificio siempre trabajan las mismas tres o cuatro personas. Como el 7-eleven abre veinticuatro horas, siete días a la semana, se van turnando y ya he tenido la ocasión de coincidir con los cuatro, sin embargo no he conseguido sacarles la familiaridad de sentirnos mutuamente reconocidos. Lo he intentado poco a poco, haciendo algún comentario simpático, preguntando si todavía le quedaba mucho para terminar el turno a quien estuviera en ese momento, pero no ha habido manera. Son corteses, amables, pero mantienen la distancia como verdaderos profesionales. No sé ni cómo se llaman, que para mí es el símbolo de empezar a conocer a alguien.

Con las recepcionistas del edificio donde trabajo, me pasa exactamente igual o peor. No sé ni cuántas son. Por lo menos nueve o diez.

Tan sólo he conseguido algo de cercanía con las chicas del restaurante Roku Sushi, que han visto crecer a mis hijos comiendo pescado crudo. Pero algo de cercanía no es la familiaridad con la que vivo en Dhaka, que me conocen por mi nombre en más sitios casi que en Alcalá. Que cuando vuelvo al restaurante Saltz después de mucho tiempo, los camareros me reciben con unos abrazos de verdadero buen rollo. También es que los musulmanes son más de tocar que los chinos. Algún abrazo he intentado dar en China, por probar, y me he sentido como Pepe le pew, la mofeta de dibujos animados enamorada de la gata que le huye.

Y aquí en Mairena del Alcor, desde donde escribo ahora, ocurre justo lo que me gusta, que llegas a un kiosco a comprar, o a una farmacia, y en cinco minutos te enteras de los nombres y de las familias de la que proceden cada una de las personas que están delante de ti. No lo digo en broma, es que me gusta de verdad, me hace sentirme en un entorno amable. Me hace pensar que si todos los que me rodean saben quién soy, nada malo puede pasarme. Justo lo contrario de lo que te puede pasar en el centro de París o de Nueva York, paradigmas del anonimato, que si caes al suelo desmayado, más vale que vayas bien vestido porque si no allí te quedas, muerto en des-compañía de un millón de desconocidos.

En breve se termina mi secuestro en España, han sido ciento setenta y seis días retenido, en contra de mi voluntad, en este lugar que adoro. Me vuelvo a Guangzhou, con su clima pegajoso y lluvioso, ahora en pleno monzón, sus gentes amables y distantes, a los lost in translation por no conocer bien el idioma todavía, a todo eso, que es donde, en esta etapa de mi vida, quiero estar.

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