Opinión - 28/02/2014
"Nuestro día". Álvaro Plaza.
Autor:
Álvaro Plaza

Nos sacaron a todos al patio. Sobraba pan al que untarle con ese elixir de la tierra y añadiéndole una pizca de azúcar invitábamos a nuestros golosos paladares. Al fin nos dispusimos en fila -supongo- y cantamos lo que habíamos estado practicando durante toda la semana:

"La bandera blanca y verde..."

Desde luego no le hicimos ningún favor a esa melodía inspirada en un canto popular que los campesinos tatareaban durante la siega y que luego Blas Infante y José del Castillo Díaz transformaron en nuestro himno.

Desafinamos todo lo bien que pudimos.

Ese día se me quedó grabado, por lo festivo, porque aparcábamos las matemáticas y los sujetos y predicados, lanzándonos a pintar los muros encalados del patio con argumentos como el de la libertad, la paz y la solidaridad, valores que palpitaban en el corazón de cada Andaluz como nos enseñaban nuestros maestros.

Celebrábamos el día de nuestra tierra.

Años después, cuando ya las matemáticas aprendidas se reducen a la regla de tres y apenas uno distingue lo que es una copulativa de una disyuntiva, resulta que huyo del nacionalismo como huiría de un huracán que pretendiera desmenuzarme en los vientos. El nacionalismo es la máxima expresión de esa mezquindad tan humana de poner fronteras, del trazar una línea en la suelo y decretar: "ustedes adentro, los demás fuera".

El humano es uno y va siendo hora de que nos vayamos dando cuenta. No es tarea sencilla, sería luchar contra ese empecinamiento milenario de segmentar la tierra, derrocar a los que lo proclaman y defienden y batallar incluso contra nosotros mismos, sobre todo si somos de los dichosos que ha sido paridos en el lado afortunado.

Más complicado todavía ahora que la cosa aprieta y acudimos a lo más rudimentario, cavar zanjas y levantar alambradas. Otros se quieren separar y sus motivos no son muy diferentes, si acaso una discrepancia de grado, de aquellos que ordenan disparar pelotas de goma.

El nacionalismo al final es una epidemia de la que no hay cura concreta porque se alimenta de nuestros instintos primordiales: el miedo y la supervivencia. Cuando la incertidumbre acecha afilamos las garras para defender lo que es nuestro y ni si quiera los que como yo, que lo ven con penuria y condena, pueden tirar la primera piedra.

Y a pesar de todas esas aprensiones y pánicos a los nacionalismos me siento muy orgulloso de ser Andaluz, tenemos una manera particular de amar lo nuestro que no deja a nadie fuera, porque lo entendemos como una mezcla de lo ajeno, pertenecemos a una tierra abierta que ha tejido su historia a la sombra de las columnas de Hércules, puerta de mundos por conocerse. Orgulloso de un pueblo que a pesar de sus baños de sangre ha cultivado una forma de vida administrada por el arte de lo sencillo. Una lugar cálido donde la paz arraiga porque sabemos que el porvenir poco importa si uno no se entera de que aquí estamos de paso, de prestado; una tierra con sus injusticias y contradicciones que tiene mucho que aprender pero que no se niega a enseñar que con un mordisco de pan y un poco de aceite uno es capaz de arreglarse el día.

Como aquella mañana en la que saboteamos el himno de nuestra patria, esa palabra tan malsonante, en el patio del colegio Cervantes. Allí se juntaban las esperanzas de un atajo de mocosos y se proyectan sobre el futuro.

Ese futuro es hoy nuestro ahora y ojalá no hayamos defraudado. En eso estamos.

Hoy toca recordar ese himno, cantarlo y disfrutarlo, por Andalucía, España y la Humanidad.

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