Opinión - 08/01/2013
"Asiático VI". Paco Pérez
Autor:
Francisco Pérez Caballero

Guangzhou es aburrido. Es un enorme decorado de acero, hormigón y cristal donde viven diecisiete millones de personas y donde, si supiera aburrirme, me aburriría soberanamente. Dhaka, el caos, el desastre, lo imposible, era bastante más divertida y bastante más vital.

Esto lo hablaba el otro día con un amigo de Sevilla y al comentarlo más tarde con una compañera de trabajo, de Sevilla también, y añadir que los chinos son amables pero no simpáticos, me respondió: entonces los chinos son como el hilo musical del dentista, ¿no?, que está ahí, es agradable, no molesta pero no aporta. Lo entendió a la perfección.

Estas cosas se me pasan por la cabeza precisamente esta mañana de jueves frío y soleado circulando tranquilamente por la Avenida de Santa Lucía, en busca del Registro de la Propiedad, que me ha dicho mi padre que ya no está en la Calle de la Mina.

¡Y el cielo es azul! Es tan sorprendente ver el cielo azul sin ni una nube. Se ven perfectamente los trazos de los aviones que cruzan a doce mil metros de altura y, por la noche, se ven las estrellas y la Luna. En Guangzhou, y en casi toda China, el cielo está encapotado nueve o diez meses al año. Eso, para un andaluz, es tela de raro.

Cuando digo que Guangzhou no es vital quiero decir que los únicos vivos son las personas, pero las aceras no están vivas, los edificios tampoco, ni las tiendas y además no hay terracitas repletas de mesas, sillas y gente aprovechando la excusa de tomar algo para compartir la vida. En Bangladesh, que es un país musulmán, donde el alcohol está prohibido y hay que comprarlo en sitios especiales y sólo si tienes pasaporte extranjero, donde como consecuencia no hay bares de copas, todo era mucho más divertido. Ahora me parece increíble que llegara a cansarme de tantas fiestas. Era como ser un Erasmus pero con cuarenta tacos. Y, como no había bares, hacíamos las fiestas en casa de cada uno o, mejor, en las azoteas de nuestros edificios. De hecho todavía conservo una carpeta mp3 en mi disco duro que se llama 'Azoteas de Dhaka'. Ahí tengo el 'Dame más gasolina', a Shakira, a Lady Gaga, a Black Eyed Peas, pero, y ahí es donde lo flipaban los extranjeros, también tengo a Radio Futura, a Ska-p, a Sting, a Los Delincuentes… Siempre me acordaba del Bui cuando pinchaba yo. A los extranjeros no les gustaba tanta música española, a las colombianas no les gustaba nada que no fuera reggaeton, etc, es decir, lo normal. De pronto aparecía un africano y me decía oye no tendrás algo de música africana ¿no? y entonces yo le ponía 'Uganga Nge Ngane' de Busi Mhlongo y todo el mundo a menear la cabeza y el culo… Hasta Hellnoise, Licor Amargo y Maga han sonado en las azoteas de Dhaka.

Me extiendo en contar esos detalles, porque ahora llego a Guangzhou y esto es una cámara frigorífica, un polígono industrial un domingo de invierno por la tarde. En Bangladesh éramos ocho españoles y si llegaba uno nuevo le hacíamos una fiesta, y si se iba, le hacíamos otra. En Guangzhou hay una pila de españoles y ni nos conocemos y, cuando lo hacemos, no nos pasamos los números de teléfono, para qué, si nadie va a llamar luego.

Guangzhou es una ciudad bien organizada, grandes avenidas, bien asfaltada, grandes edificios, de cristales relucientes como espejos, la gente se va a pasear y a pasar el rato a los centros comerciales. Recuerdo el año pasado, que me traje a Sevilla a una compañera china de la oficina y cuando vio el Nervión Plaza le entró claustrofobia. Aquí los centros comerciales tienen kilómetros cuadrados, puedes nacer, vivir, reproducirte y morir dentro de ellos sin pisar el mundo exterior. Hay autobuses de sincronización perfecta, ocho líneas de metro de cientos de kilómetros, tiendas abiertas veinticuatro horas al día. Todo lo necesario para poder ser individual. Consecuencia: todo el mundo es individual. Aquí nadie necesita a nadie. Y eso es aburrido, no terrible, pero sí estéril.

En el corto tramo de la avenida de Santa Lucía, mientras pensaba todo esto bajo el nítido sol del invierno alcalareño, he pasado junto a diez bares con sus correspondientes terracitas, con gente con gafas de sol y con cervezas FRÍAS sobre la mesa. Contándose la vida con ese acento que arrastra las 'sh'.

Y entonces ¿por qué me quedo aquí? Buena pregunta. Me quedo porque al llegar a Tian He, mi barrio, a pesar de los rascacielos, huele como sólo huele la comida china de China, dulce y tostada. Y no puedo evitar fantasear, de nuevo, con quién la estará preparando, quiénes la estarán comiendo, de un túper y en cuclillas con palillos, para coger luego una bicicleta con motor eléctrico cargada hasta las trancas a repartir paquetes de taobao.com.

Me quedo porque las paredes de mi piso veintisiete son de cristal desde el suelo hasta el techo y por la noche se ve el Los Ángeles 2019 de Blade Runner. No miento, tengo fotos.

Me quedo porque a dos horas de tren está Hong Kong, a dos horas de avión están Shanghai, Bangkok y las Islas Filipinas, la Ciudad Prohibida está a tres horas y Vietnam, Camboya y Laos están más cerca aún.

Lo cual no quita que si se me antojan unos caracoles del 'Boega' me coja un avión y me plante enfrente de los bomberos en veinte horitas de nada. Ah, que ha cerrado. Maldita crisis.

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