Opinión - 24/07/2013
"Asiático XII". Paco Pérez
Autor:
Francisco Pérez Caballero
Tiempo atrás, me levantaba temprano, antes de que saliera el sol, me duchaba en el silencio de la casa y salía a la calle donde casi todo dormía. Sólo había luz en la panadería del barrio. Cogía mi Fiat Tipo del año 92, sin aire acondicionado, sin dirección asistida y salía por la glorieta de San Lázaro a la SE-30, en dirección al Polígono La Red. Incluso en mi recuerdo me resulta extraño oír a la gente hablando en español.

Cómo es posible que me guste esa ciudad devastada. Si la comparo con lo que he visto y con lo que estoy viendo, Sevilla está hecha polvo. Cuánto debe hacer que no se pintan las líneas de la carretera. O que no se quitan las malas hierbas de los arcenes. Veo los edificios feos de ladrillo vista de Pino Montano y automáticamente me acuerdo de la velá de ¿San Diego? Yo toqué una vez allí. Y eso es lo que pasa, que todo está devastado menos la gente. O puede que incluso la gente esté devastada, pero hay un espíritu de aguante y de risa por encima de todo que hacen que el lugar sea especial, que me den ganas de estar allí.

Cómo lo vivirán los chinos expatriados allí. Porque si no son capaces de entender a la abuela desdentada de noventa años sentada en el portal, con vestido gris de flores blancas, gritándole al nieto ¡Raú, como te caigas del columpio te vas a enterá! O al del butano dejando sonoramente dos bombonas en el suelo de la carnicería y diciendo con mu mala idea, qué pasa Manué, qué le pasó al Beti ayé, mientras el carnicero despieza un conejo mirándolo sin levantar la cabeza y aguantándose las ganas de tirarle la hachuela a la cabeza. Si no pillan eso entonces Sevilla les debe parecer un desastre. Exactamente como la mayoría de las ciudades chinas. En ese aspecto deben sentirse como en casa.

A mí me pasa eso, que viajo entre ciudades desastrosas que sólo comienzan a tener algo de interés cuando sentado en un restaurante alguien me da conversación y empiezo a vislumbrar que hay vida en medio de la desolación visible. Como el otro día aquel japonés viejísimo, enjuto y quijotesco, con el pelo cano recogido en una cola y una barbita blanca larga y deshilachada que me decía que iba de vuelta a Osaka después de sightseeing in Spain. Y que se volvía porque el calor era insoportable. Cuando yo trabajaba en el Polígono La Red recuerdo un día de cincuenta y cuatro grados. Se lo cuento y sin decir nada abre mucho los ojos mirándome fijamente durante unos segundos.

Ahora, en Guangzhou, también me levanto antes de que salga el sol, bueno, antes de que amanezca, porque el sol no sale nunca. Me ducho en la casa silenciosa y desayuno observando los rascacielos por el ventanal de mi piso en la planta veintisiete. Salgo a la calle Linle Lu y cruzo los pasos de cebra en rojo aprovechando que todavía no hay mucho tráfico. Voy buscando la boca de metro Linhe Xi salida D, bajo el rascacielos de ochenta plantas CITIC Plaza. Voy en metro hasta el aeropuerto que funciona con la misma facilidad que una estación de autobuses. Nunca los Airbus encontraron mejor sitio para aparcar. Cojo un avión de China Southern, o de China Eastern y me voy a una de esas ciudades pequeñas de cuatro o cinco millones de habitantes, a visitar algún polígono industrial donde están las fábricas con las que trabajo. Me acuerdo del Polígono La Red, tan lejos y tan parecido.

Por la tarde cojo otro avión de vuelta. Intento que sea siempre antes de las seis, porque a partir de esa hora es hora punta en el tráfico aéreo y todos los vuelos se retrasan.

Llego de nuevo a Guangzhou y aunque la ciudad está impoluta no dejo de pensar en los chinos que viven en la devastada Sevilla y en si encontrarán la vida que existe allí en medio porque yo, que soy un español expatriado en el pueblo de ellos, todavía no la he encontrado aquí.

Aunque estoy en ello.

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