Opinión - 13/07/2015
"Asiático XXV". Paco Pérez
Autor:
Francisco Pérez Caballero
Passage to India club (c) de Tim Makins de http://www.mapability.com/travel/p2i/club.php

Algún tiempo después de haber vivido en Bangladesh vi de refilón un fotograma de la película Pasaje a la India, no exactamente el de la foto, pero no he encontrado en Google la que quería, y me impresionó darme cuenta de lo poco que ha cambiado una de las formas de vida social de los occidentales en India, Bangladesh en mi caso: los clubs sociales.

Cuando mi mujer y yo llegamos a Dhaka en 2006 nos alojamos primero en el Nordic Club, el club de los suecos y más tarde en el Dutch Club, el club de los holandeses.

Puedes llegar a Dhaka y quedarte en un hotel, claro, pero quedándote en un club entras a formar parte de la vida social de expatriado en Dhaka de inmediato. Y bueno, yo soy un bicho sociable, no le hago ascos a la vida eremita, pero también me gusta mezclarme con la gente.

En 2006 el Nordic Club estaba en la calle 55 de Gulshan 2 y tenía habitaciones para huéspedes en la planta de arriba. Llegamos en coche, con nuestras maletas, nuestras caras jovencitas de hace nueve años y nuestra sorpresa absoluta ante todo lo que veíamos. Ya a punto de aterrizar, un rato antes, no se veía más que verde por la ventanilla, pero no un verde europeo de parcelas ordenadas y cuadriculadas de campos agrícolas o césped de parques urbanos, sino un verde selvático, el delta del río Ganges mezclando sin intervención humana miles de afluentes con todo lo verde que puede crecer en el trópico. Sólo cuando el avión estuvo suficientemente bajo pudimos distinguir que había edificios entre los árboles.

Bangladesh nos olió a humedad de armario cerrado la primera vez que llegamos, y todas las demás veces que hemos entrado en ese país durante estos años, ese olor ha sido la bienvenida y la constatación de que por fin estábamos en casa de nuevo.

Dentro de la habitación del Nordic Club también olía a humedad, todo era un poco viejo y acogedor, en el techo había un ventilador de grandes aspas blancas y la cama tenía colgada una mosquitera de tela que la rodeaba por completo. Por la ventana se veía abajo la piscina flanqueada de árboles con la pista de tenis a un lado y las mesas de la terraza del restaurante a otro.

No era fácil ser miembro de un club, había que echar la solicitud (que en español expatriado se decía aplicar y yo odiaba la adaptación del inglés to apply), y esperar semanas hasta que la junta directiva se reunía y te aprobaba o rechazaba. Era fácil entrar en el club británico, el BAGHA y en el German Club, el club alemán. En el International Club, el IC (que se pronunciaba ai si) era fácil entrar pero muy caro, había que dejar una fianza de mil dólares o algo así. En el American Club sólo podían ser miembros los estadounidenses, en el Australian Club no lo intenté y el Canadian Club era el club raro, nunca lo llegamos a entender, era un club grande que estaba siempre vacío de gente y lleno de insectos. Cuando digo lleno quiero decir escandalosamente lleno de insectos, de los que te sorprenden a pesar de que lleves tiempo viviendo en Bangladesh.

Por afinidad o quizá por motivos más intangibles, los clubs que más nos gustaban eran el Nordic y el Dutch. Al final, y después de esperar las semanas correspondientes, nos aceptaron en el Nordic Club. No tengo espacio suficiente en estas líneas para describir todo lo que hemos vivido en ese club y cómo después de cinco años esas vivencias han marcado nuestros recuerdos y nuestras vidas igual que lo han hecho otros acontecimientos pequeños pero importantes de nuestro pasado: la gran piedra del patio del recreo del colegio San Mateo, los bares de Alcalá de los años ochenta, el Reguera, el Swing, el Más Birras, el Bui…

Cuando sólo llevábamos un par de días en Bangladesh, aún alojados en el Nordic Club, sin tener ni idea, ni idea, ni idea de cómo funcionaba ese país, salimos a la puerta del club para dar una vuelta por el barrio, rápidamente se nos acercaron tres, cuatro rickshawalas ofreciéndose para llevarnos en sus rickshaws, los típicos triciclos hindúes a pedales para conductor y dos pasajeros sentados detrás. Mientras ellos hacían ruido llamando nuestra atención, se acercó un vendedor ambulante ofreciéndonos flautas de caña hechas a mano. Me gustó una, le pregunté el precio, mil takas, ¡y se los pagué! Todavía me río del despropósito de haber pagado mil takas por una flauta. Sólo son diez euros al cambio, pero es que por esa flauta, ahora lo sé, no debería haber pagado más de ochenta o cien takas. Ciento cincuenta siendo muy generosos. Allí se quedó todo el mundo petrificado, los rickshawalas, el vendedor, los curiosos que por supuesto ya se habían acercado, mientras yo le pagaba y miraba sonriente el instrumento. Ahora desde la distancia, sé distinguir que en las caras de aquella gente había una advertencia de que el precio que estaba pagando era una verdadera locura, pero que se callaban porque no podían estropearle ese pedazo de negocio al vendedor ambulante. Para rematarlo, cuando mi mujer y yo vimos lo delgados que estaban los rickshawalas, decidimos subirnos en dos rickshaws para no cargar demasiado a uno solo. Todavía deben estar hablando de nosotros. Están locos estos occidentales…

Con el tiempo conocimos a los rickshawalas por sus nombres, les hablábamos en bangla y teníamos sus números de teléfono para que vinieran a buscarnos cuando nos hacía falta. Con el tiempo vimos rickshaws cargados con cuatro o cinco sacos de cincuenta kilos de arroz más dos pasajeros encaramados arriba de los sacos, vimos rickshaws transportando motos, en fin, entendimos lo pardillos que éramos nada más llegar y saboreamos el privilegio de pertenecer de alguna forma a aquel lugar y de entenderlo profundamente.

En esos clubs de Dhaka he conocido a gente que hoy todavía considero parte de mi familia y he pensado, escrito, comido, reído, bebido y bailado inmerso en un ambiente de calor tropical, de mosquitos, de espirales humeantes para espantarlos, que la película Pasaje a la India trajo íntegro a mi memoria a pesar de los ochenta años de diferencia.

Para no hacer este artículo más largo, creo que no estaría mal contar en el siguiente cómo eran las fiestas naranjas del Dutch Club, cómo vimos en el German Club a las cuatro de la mañana la final de fútbol en la que ganó España, cómo íbamos los sábados al American Club a comer unas hamburguesas increíbles, cómo eran las cenas del IC los miércoles por la noche y otras batallitas por el estilo.

 

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