Opinión - 25/01/2013
"En el metro con Heródoto". Álvaro Plaza
Autor:
Álvaro Plaza

Hubo un tiempo donde dar la vuelta a la esquina de casa, abrir la puerta del garaje con el mandito a distancia, encender la radio, meter primera y salir con el coche era el pan nuestro de cada día. Entonces hice un cálculo, a una media de 100 minutos al día en el coche por motivos laborales, por cinco días a la semana -sin contar los dos del fin de semana, porque en fin de semana se coge el coche de otra manera-, por cuarenta y ocho semanas al año -son cincuenta y dos, pero descontaba cuatro porque en vacaciones el coche se coge de otra manera- me daba la escalofriante cifra de 24000 minutos, es decir, 400 horas.

Normalmente mi capacidad lectora alcanza unas treinta, treinta y cinco páginas hora, haciendo una media de quinientas páginas por libro, resulta que en esas cuatrocientas horas que me pasaba al volante podría haber leído unos 28 libros, cada año.

Leer para mí es una necesidad. Ahora mismo le estoy hincando el diente a “Viajes con Heródoto” de Ryszard Kapuscinsky, un reportero/escritor polaco que hace una paralelismo entre su ejercicio como corresponsal en la India, China, Irán, Congo, etc... siendo testigo directo de algunos de los acontecimientos que conformaron el turbulento siglo XX, con los viajes que aquel griego realizó a lo largo y ancho de su mundo conocido, más de dos mil años atrás, para dejar constancia de la disparidad de culturas y pueblos que albergaba, y ambos, Heródoto y Kapuscinsky, convergen hasta abrazar la misma convicción: “No estamos solos”. Es uno de esos libros que hacen de abrelatas, y nos dejan la mente dispuesta a entender nuestros alrededores no sé si mejor, pero sí que con mayor agudeza. Me está gustando tanto que ya he regalado uno, y lo recomiendo encarecidamente.

Y este “Viajes con Heródoto” es uno más de esos 28 libros que ahora si que tengo tiempo para leer. Y aunque el sofá de casa y la cama antes justo de dormir sigan siendo lugares predilectos en mis lecturas; el protagonismo se lo ha quitado el almohadillado asiento de cualquiera de los vagones de la Distric Line o el banco de plástico de la ruta 27 de los famosísimos autobuses rojos de dos plantas Londinenses. Los transportes que me conducen al trabajo y me devuelven de allí.

El coche se ha quedado atrás, en mi vida alcalareña, y no lo echo de menos. El estrés circulatorio, las doscientas vueltas a la manzana para aparcar, la ITV, el seguro, la gasolina que siempre sube, las retenciones, el cambio de ruedas, la segunda cerveza que no te puedes tomar, y he aprendido a disfrutar de la libertad que te brinda el transporte público de la gran ciudad. A pesar de que a veces los londinenses, entendidos como los que pueblan Londres, refunfuñemos por la subida de la tarifa, por el mediocre funcionamiento con la que a veces nos abastecen, por los cierres por trabajos de mantenimientos los fines de semana, el metro y el bus son una bendición. Combinando ambos puedes plantarte, tardando más o menos, en cualquier punto de la geografía urbana a cualquier hora del día, los siete días de la semana, todos los meses del año (menos el día de Navidad  y su consecutivo) y por un quinto del precio -o menos- que cuesta pagar, mantener y hacer funcionar tu propio vehículo.

Y es una bendición no sólo porque cuando con el coche tomaba cada mañana camino a Sevilla atravesando la Cruz del Inglés me torturaba a mi mismo sabedor de la cantidad de horas y horas que estaba desperdiciando al volante, a pesar de los programas de radio y la música de fondo, ni siquiera por esos veintiocho libros extra que ahora me meriendo cada año, el transporte público londinense  es una bendición también porque si alertas los sentidos y sabes mirar, tienes un ejemplo de los “Viajes de Heródoto” en cada trayecto. Un vagón es un microcosmos donde en cualquier momento te puedes encontrar un turbante sij, un inglés leyendo el Times, un par de chinas con dos maletones gigantes, una rubia lituana masajeándose los pies tras un día de oficina, un tipo con el kipá murmurando pasajes de la Torá y dos italianos hablando más alto de la cuenta. Una rotunda constatación de que “no estamos solos” a la que yo añadiría “no somos únicos”; una constatación de la invariable variabilidad de la expresión humana. Meterte en un vagón del metro londinense es meterte un chute de humildad.

Por todo esto me me he convertido en un acérrimo defensor del transporte púbico, además de porque creo profundamente que el hecho de que cada uno tenga su vehículo particular se me antoja de una irracionalidad superlativa, teniendo los medios técnicos para suministrarnos de una buena infraestructura de transporte, y más aún cuando al medio ambiente se le está agotando la paciencia con nosotros y nuestras tonterías.  

Así que en la abultada agenda de reclamaciones a los políticos, una agenda que está cobrando dimensiones surrealistas, creo que una de las más prominentes lineas la deberíamos reservar a demandarles una segura, limpia, económica y eficaz red de transporte público. El problema que para que esa reclamación adquiriera protagonismo ha de haber una previa voluntad de conseguirlo y yo sé de más de uno que aún para ir a comprar el pan casi a la esquina, coge el coche. Una lástima.

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