Opinión - 26/06/2014
"Disquisiciones de una visita al pueblo". Álvaro Plaza
Autor:
Álvaro Plaza

Desde las navidades que dieron paso al 2013 no había vuelto al pueblo. Dieciocho meses. Lo hice en Feria, ahora casado y con un hijo, pelo larguito y barba, así que en la única mañana en las que  reuní fuerzas para salir a correr, surcando esas vías de tranvía reconvertidas en pista atlética, me cruce con algún conocido que ni se enteró quién era aquel tipo desaliñado que se peleaba contra sus pulsaciones y aliento.

También con unos kilitos de más, aunque eso me da más pereza admitirlo. Éste no es un menda que se levanta a correr por gusto.

Es la primera vez que regreso a mi pueblo con estos cambios a cuestas. En cierto modo ya no soy el mismo. Y eso inevitablemente ha transformado el modo con el que me he relacionado con el pueblo.

Me gustaría compartir con vosotros o a los que tengan la fortuna o desgracia de toparse con estas líneas y seguir leyendo, las sensaciones que tiene este inmigrante cada vez que vuelve a la calle San Sebastián, ahora que esos cambios en la mochila le ha hecho más sensible a ellas.

Lo primero fue una bofetada, al orgullo y al cuerpo. Una cuestión meramente fisiológica. Casi que me avergüenza admitirlo, tanto que he fardado del aguante al calor que tenemos los Alcalareños cuando alguien de cualquier latitud se quejaba de lo que apretaba el termómetro. Era algo tal que así: “¡uy que calor hoy!” A lo que yo raudo replicaba que eso “no es ná, a ti te quería yo vé a cuarenta y siete”; a tenor de que en Londres, escenario mayor de mis fanfarronadas, la cosa siempre está fresquita. Y resulta que en el pueblo el mercurio ni se había encalomao a los treinta y cinco que yo me veía transformado en una lagartija sudorosa reptando en busca de sombra por los rincones.

No me acordaba de lo que era la caló y bien que la he sufrido, mayormente en mi temperamento. Eso de tomar tres duchas diarias se había vuelto algo completamente ajeno a mis costumbres y no quiero ni imaginarme si al Lorenzo le hubiera dado por apretar fuerte.

Así que cuando uno pasa una larga temporada fuera, la mía ya va por casi seis años, es que ni el mismo cuerpo se reconoce y lo que antes era un inconveniente tolerado se transforma en una tortura inesperada.

Pero más allá de que de ahora en adelante tenga vetado al verano como fecha de reencuentros, volver siempre me supone una mezcla de alegría, nostalgia y miedo.

Alegría de encontrarte con los amigos, a aquellos que aunque las redes sociales y los whatsapp no los alejan demasiado, vas sabiendo menos de sus avatares, dichas y penas. Ley de vida agravada por los kilómetros. Y entre las amistades destacar increíble solidez de aquellas engendradas en la infancia y en la adolescencia. En un minuto te sientes tan cómodo y a gusto como cuando pintabas una cancha de tenis en la pista de patinaje del Callejón del Huerto o te saltabas latín en el Monroy para creerte alguien en el bar perdiendo el tiempo. Y uno se queda tranquilo, a sabiendas que todavía hay un puñado de tipos que de verdad te conocen y que saben casi antes que tú lo que vas a decir en determinado momento. A los amigos, más que al pueblo, es quizás a lo que uno de verdad vuelve.

Nostalgia porque los regresos siempre están afilados con melancolía. Porque a veces a uno le gusta más su memoria que lo que ve en su presente. Porque los cambios en aquellos sitios que quedaron engarzados en tus recuerdos uno se los toma a pecho. Porque aunque el trazado de las calles se mantenga, hay sitios que ya no existen o han sido reemplazados y a ti ya no te parecen lo mismo. Nada permanece, menos la pringá del Baltanás y las bizcotelas de San Joaquín. Es un efecto secundario del cumplir años ¿o no se le escucha a la mayoría de los abuelos la cantinela esa de que cualquier tiempo pasado fue mejor? Es esa una nostalgia que en realidad nos afecta a todos, apuesto a que a cualquiera de ustedes les ha raptado en algún momento dando un paseo por aquellos lugares que se han transformado para su pesar. Lo que pasa es que cuando regresas, te ataca con rotundidad y mala leche y encima te pilla con la guardia baja. Con una chispa de voluntad uno tira de optimismo y adecua su mirada, y es capaz de combatirla e incluso sacarle partido. En vez de sentir tristeza por el desajuste entre lo que ves y palpas y lo que tus neuronas guardan, el truco consiste en dejarse hechizar por lo que el pueblo te ofrece. Desde unas tapitas en cualquiera de los sitios lindos y jugosos que recién abrieron, a un paseo por el parque Centro o una vuelta por ese “peazo” Castillo. Y si no funciona, intentar aliñar la nostalgia con humor, esa herramienta que los alcalareños tan bien conocemos. 

El miedo ya es más difícil de lidiar. Porque cuando el avión vuela lejos, uno no puede evitar otear la pregunta “¿Cuándo será la próxima vez?” en el horizonte. Es un temor casi infantil, el del desarraigarse, el de que las amistades se acaben diluyendo en sombras de lo que fueron, el de un día llegar y no reconocerte, el de que la vida te empuje tan lejos que los retornos requieran tanta audacia como la Odisea. Y esto tiene menos remedio. Por ahora ese recelo se ha mitigado cada vez que he vuelto, pero no quita que cada vez más, cuando tiro millas, me asalte con renovado ímpetu en dosis cada vez mayores.

Hay muchos Alcalareños fuera. Cada uno vivirá el “exilio” a su manera, de forma distinta como distintas han sido las madres que nos parieron. Éstas son mis sensaciones, muy personales y así resumidas; dejándome mucho en el tintero, ya sea el esfuerzo por cuajar las nuevas costumbres como la adicción al Earl Grey y que cuando lo pides te miren con cara de “Tu no serás tonto, ¿no?”, o evitar la tentación de caer en la altivez del foráneo.

Ahora que tengo que criar a un crío y contarle que es Alcalá, comparto humildemente estas reflexiones, para aquellos que vayan a emprender camino, o para los que planeen regresar, pero sobre todo para los que ahí permanecéis, los que le dan el alma a mi pueblo, para que entendáis por qué a veces los “extranjeros” parecemos desubicados, medio lerdos y acalorados.

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